23 de septiembre de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
Iván Duque es un gobernante matón. Su gobierno pesará en la historia como uno de los más sangrientos del mundo. Semejante afirmación parece excesiva; sin embargo, los hechos acumulados no sólo confirman, sino que se levantan contra cualquier pretensión de moderarla, evidenciando que también en este gobierno hay pruebas más que notorias de obcecación delincuencial.
Desde su llegada al poder, la pretensión de hacer trizas los acuerdos de paz, acompañó la borrasca guerrera y combativa del actual mandatario colombiano, que pasó de recibir pabellones militares con meses de cero heridos y asesinados a poblarlos con 281 lisiados y 82 muertos en su primer año “de aprendizaje”, un 29% y 23% más que en el último año del gobierno Santos; de acuerdo con el Centro de Recursos para el Análisis del Conflicto, CERAC. La consecuencia del acrecentamiento de operaciones militares no ha sido la contención y derrota de un enemigo formal sino la proliferación de nuevas agrupaciones desregularizadas a las que se enfrenta bajo los viejos postulados del enemigo interno y el enfrentamiento contra la fuerza contrainsurgente y terrorista.
El afán del actual gobierno para fortalecer la capacidad operativa de las fuerzas armadas ha alimentado la voracidad bélica al interior del Ejército, de tal manera que la amenaza de nuevas oleadas de falsos positivos puso al país en alerta frente a la inaplicación y reorientación de la Doctrina Damasco, con la que los altos mandos militares encabezados por el General Zapateiro habrían reestructurado las orientaciones de los manuales de operaciones ofensivas, misiones y protocolos de entrenamiento, adoptando tácticas, técnicas y procedimientos que permiten, cuando no estimulan, acciones de vulneración a los Derechos Humanos, afectaciones al Derecho internacional Humanitario y promoción de ejecuciones extrajudiciales o positivos falsos con los que se desvirtúan los principios garantistas que en público son ampliamente publicitados como rectores de la conducción y ejecución de las acciones militares.
La consecuencia: ataques a campamentos con presencia confirmada de niños, desaparición, tortura y muerte de decenas de manifestantes y activistas en protestas, asesinato de líderes sociales, brutal represión y decenas de homicidios en la Cárcel La Modelo, incremento de bajas en dudosas operaciones, asesinatos de campesinos, afrodescendientes e indígenas en operativos de erradicación de cultivos de coca, matanza de centenares de firmantes de la paz, reiterados y masivos desplazamientos, inexplicables trinos de felicitación y lamento a reconocidos criminales … y la lista continúa.
Del mismo modo, el paramilitarismo se acrecentó como un demonio desenjaulado en los territorios en los que las comunidades se atrevieron a soñar con la paz, despertando viejas estructuras y reasentando bloques desmantelados en falsos procesos de desactivación. En estrecho vínculo con el crecimiento reactivo del paramilitarismo y la denunciada connivencia con militares que facilitan o promueven su accionar delincuencial, se ha nutrido la cifra de masacres y asesinatos por todo el territorio nacional, especialmente territorios del litoral ampliamente habitado por el pueblo afrodescendiente; sin que el gobierno nacional adelante acciones que detengan o, al menos bloqueen la potencialidad mortal de tales grupos.
Quibdó, Bajo Baudó, Buenaventura, Tumaco, por mencionar los más sonados, son algunos de los municipios que palidecen ante el crecido accionar paramilitar y de grupos armados por narcotraficantes, muchas veces protegidos por autoridades castrenses y de policía; responsables de notorios desplazamientos en territorios ancestrales, y señalados por el asesinato de líderes campesinos y activistas sociales. Algunas veces su empresa de muerte se anuncia divulgando carteles con antojadizos logos de las denominadas Águilas Negras, constituidas por anónimos vigilantes privados y funcionarios públicos.
De manera específica, los crímenes y violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario promovidos o permitidos por este gobierno acumulan asesinatos, torturas, retenciones arbitrarias y desapariciones, tentativas de homicidio, vulneración a la seguridad personal, violaciones y violencias sexuales. La lista es larga y muchos de los eventos, circunstancias y condicionantes de semejante actuación contraria a la constitución y las leyes ha sido documentado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Informe Mundial de Human Right Watch. También se conocen denuncias internacionales ante distintos organismos de justicia, a los que se informa que las acciones perpetradas por actores estatales al mando de Iván Duque no constituyen hechos aislados, sino que evidencian patrones, sistematicidad y premeditación, coludidos y perpetrados en condiciones que dificulten la identificación del perpetrador. Así ocurre, por ejemplo, cuando oficiales de policía borran sus números de identificación, bloquean la visibilidad de sus placas o voltean sus chalecos y prendas oficiales para disminuir las posibilidades de personalización de la responsabilidad penal.
De hecho, aunque formalmente Iván Duque instaló una comisión para el respeto al DIH y a los DH en las filas de las fuerzas armadas y de policía, los eventos del 2021 perpetrados por agentes uniformados dan cuenta de la persistencia de los señalamiento y cuestionamientos a la política institucional de promoción, connivencia o tolerancia de actos incruentos ampliamente identificados, difundidos, comentados y documentados en diferentes medios, redes, plataformas y organizaciones de defensores.
Pese a las altisonantes palabras del presidente y los ministros de defensa, interior y justicia, el país se encuentra sumido en el peor de los escenarios para la implementación de reformas a la policía y al ejército, como quiera que no se han producido procesos de depuración a su interior y en los cuarteles se siguen impartiendo órdenes de sangre, sin parar.
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