19 de mayo de 2022
Por: Arleison Arcos Rivas
Quienes han disfrutado riquezas acumuladas de manera excluyente y personalista, a lo largo de la historia colonial y durante los siglos de republicanismo que llevamos, se empeñan en imaginar al pueblo como una multitud revoltosa e insurgente que, en un eventual cambio de rumbo en la economía colombiana, impulsará un gobierno de izquierda, progresista o alternativo para que instaure políticas económicas de nacionalización con las que perderán sus empresas y se afectará el sistema de producción sobre el que cabalgan sus exenciones, prerrogativas y ventajas.
Condicionando, presionando o constriñendo a los trabajadores para que voten por candidaturas de su preferencia, bloques de empresarios imaginan al sujeto popular sin iniciativa productiva y anhelantes de conservar sus puestos se trabajo, por lo que se atreven a amenazarles con despedirles por sufragar en la campaña de su preferencia, e incluso anuncian irse del país, cerrar sus negocios o provocar desempleos si no gana su predilecto; temerosos del pueblo y sus decisiones.
El levantamiento popular; tenebroso antimonarquismo en tiempos de los Comuneros, temida pardocracia en plena instalación republicana, incendiario populismo en tiempos gaitanistas o revoltosa insurrección guerrillera, se ha activado como un histórico fantasma que recorre el espectro político agitando la bandera del miedo en los procesos electorales, e instalando el dispositivo del terror en manos de actores desregulados que operan, incluso, en oficinas, filas y cuarteles institucionales.
Contra tal fantasma, se armó un diseño institucional que promovió el cerramiento bipartidista con el que, antes que partidos, se fraguó el gamonalismo local, el clientelismo regionalista y la fractura del imaginario político nacional en supuestos bloques irreconciliables que hoy, de manera fantasiosa, se ha reconfigurado bajo el estigma de la polarización. Con ese antecedente, hemos estimulado y padecido el continuo aleccionamiento contra los comuneros, los federalistas, los liberales, los chusmeros, los comunistas y los progresistas; aguijoneando con representaciones demonizadas del enemigo político en púlpitos, periódicos, pasquines y noticieros de radio y televisión.
A consecuencia del copamiento exclusivista del escenario político y electoral, se nutrieron las distintas fases de violencia con las que frecuentemente se periodiza la historiografía nacional. La renovación que implicaría una nueva constitución nacional, decidida en 1991, debería haber contribuido a la ampliación del potencial participativo en un país que convirtió en eslogan llamarse “la democracia más antigua del continente”. Sin embargo, tal ordenamiento no calmó el furor electorero de las familias clientelares, ni el gregarismo regionalista, ni desarticuló el ánimo de guerra con el que las distintas fuerzas combatientes reformas constitucionales han sido leídas como cartas de batalla, antes que como contratos sociales orientados a la consolidación de principios de justicia y reparto igualitario.
La etapa más reciente del proceso movilizatorio entre violencia y elecciones que va del 2004 al 2018, dibuja la contradicción entre el proceso de desarme y reincorporación a la vida civil de facciones paramilitares y la firma de los acuerdos de paz con las FARC. Mientras el primero fue un proceso pactado entre las elites que alimentaron el militarismo corporativo, el segundo implicó el desarme de una de las guerrillas más antiguas del mundo. En ambos procesos, el mayor riesgo social se evidenció en la ausencia de un ejercicio amplio de pactación con la sociedad, de modo que se desestimulara la emergencia de nuevas agrupaciones armadas, se provocaran tránsitos productivos solidarios y se amplificara el discurso civilista en las diferentes fuerzas sociales.
Las consecuencias evidencian el resurgimiento de viejas estructuras paramilitares que crecen junto a nuevas y multiformes organizaciones armadas, animadas en buena medida por intereses económicos asociados a la tenencia de la tierra, a la proliferación cocalera y al refinamiento de los negocios del narcotráfico, a las cuales habrá que incorporar a procesos de negociación regionales y nacionales, con tanta o mayor intensidad que con acciones bélicas, hasta provocar su definitiva desarticulación; si esto es todavía posible para un estado que se enfrenta a la ilegalidad de la droga, a la omnipresencia de clanes que controlan el erario y la creciente agitación social de quienes ya nada tienen que temer porque nada han podido tener.
En los próximos años, pese a que se pueda avanzar en procesos de diálogo y distención de los diferentes actores armados sobre la faz del país, un ámbito de conflictividad no resuelta pasa por resolver los problemas de la tenencia y titularidad de la tierra, la distribución de la riqueza socialmente producida y la gestación de formas de justicia empresarial asociadas a la generación de estabilidad social.
Ante el supuesto amenazante de que, ante una victoria progresista o de izquierda volarían los capitales y los empresarios saldrían despavoridos y ahuyentados por políticas estatalistas, emerge como alternativa y oportunidad la gestación de empresas asociativas en manos de colectivos o asambleas obreras, que se activan en entornos en los que el cierre de fábricas y líneas de producción ha estimulado su recuperación por parte de los trabajadores.
En un escenario en el que se pueda afianzar la pactación y negociación del conflicto armado, debería elevarse la confianza para que los inversionistas y empresarios sientan seguridad para hacer negocios, incluso bajo nuevas reglas tributarias y redistributivas que les obliguen a pagar lo que hoy evaden o recibe el beneficio de incontables exenciones y prebendas. Si ello no ocurriera y finalmente decidieran salir del país o reubicar sus inversiones y factorías, la imaginación de colectivos por la dignidad agraria y obrera debería impulsar y masificar el empresarismo cooperativo y solidario bajo condiciones de mercado.
¿Cómo hacerlo? Son varias las alternativas teóricas y prácticas que implican activar a los colectivos sociales en torno a experiencias de “justicia para todos” en el seno del capitalismo, como propone el Nobel Stiglitz. Junto a tales propósitos morales, los procesos de financiamiento solidario y recuperación empresarial en manos de colectivos de trabajadores van creciendo en el siglo XXI, en lugares afectados por la desregulación y el movimiento repentino del aparato industrial y su capital. Del clásico cierre de fábricas y retiro de capitales se ha pasado a la configuración del capitalismo solidario que eleva la capacidad de negociación y agenciamiento del pobretariado en el contexto financiero, comercial y empresarial.
En palabras de un tiburón corporativo como Rich DeVos, tal versión del capitalismo consiste en disponer las herramientas económicas en contextos solidarios “para que la gente alcance sus metas y ayude a los demás a alcanzar las propias”. Apenas en procesos exploratorios, el movimiento insorgiamo constituye toda una práctica de lucha antisistémica que llama al repoblamiento de la categoría de lo popular, también en clave de levantamiento financiero e insurgencia comercial y productiva.
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