El fracaso del presidencialismo

Por Última actualización: 19/11/2024

Por: Arleison Arcos Rivas

Ante el pavor del absolutismo monárquico que pone en riesgo los fundamentos de la libertad humana y política, las sociedades que se levantaron con la beligerancia y activación de las gentes del pueblo se hicieron a sí mismas repúblicas; asumiendo el clásico discurso de la democracia como la narrativa sobre la cual se edificaron las nuevas instituciones que encarnan el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, contando con un esquema de separación de poderes que deja la conducción de los destinos de la nación en manos de un presidente electo por la ciudadanía, regulado por la constitución y las leyes y vigilado por las cortes de justicia y el legislativo.

La promesa de control popular gubernamental, sin embargo, fue cediendo su espacio a la cada vez mayor preeminencia de las instituciones políticas en la vida cotidiana, haciendo casi infranqueable el poder del presidente en las democracias que asumieron tal figura, bajo modelos federales o centralizados; vulnerando los pesos y contrapesos que se hilvanaron desde John Adams hasta el constitucionalismo contemporáneo. El mismo Bolívar intentó sin éxito armonizar los poderes de la monarquía y la representación popular en sus sueños constitucionales para las naciones de la Gran Colombia.

Tanto en la Constitución de Filadelfia, al nacimiento y adopción de la figura presidencial, como en la francesa en la que el ciudadano presidente y su primer ministro responden ante el parlamento, la idea de que el poder político entendido como soberano reside en el cuerpo constituyente primario sirve para alimentar la imaginación del nosotros contenido en un determinado territorio sobre el cual aquel ejerce su influencia, ejecutando el querer del pueblo; una preciosa metáfora del poder que, no obstante, choca a diario con la impopularidad, la ilegitimidad y deflación del control popular sobre quien no debería poder obrar como si no tuviese jefes ni controles.

El presidente ha terminado por suplantar a la nación a vista pública, contando con la aquiescencia de las demás figuras investidas de poder. Ello ocurre, por ejemplo, cuando todos los órganos de control quedan bajo su égida, las magistraturas responden a la conveniencia política de la cual dependen para ascender o rotarse posiciones en las altas cortes, los legisladores ceden su capacidad ordenadora al ejecutivo y este incluso sustituye a los gobernantes locales en la toma de decisiones que les competen; tal como hemos visto antes y, más acendrado aún, en la actual coyuntura pandémica.  

Lo que se ve, en un escenario decisional en el que los partidos políticos se desconfiguraron y no consolidan bloques cuya contradicción contraponga ideologías o anime la decisión ciudadana, refleja un estado permanente de afectaciones a la soberanía popular en cada decisión gubernamental relacionada con la cesión de facultades decisionales, el sucesivo incremento de cargas impositivas, el descardo favorecimiento a los banqueros y financistas, el alimento de la corrupción por la vía de coimas convertidas en ayudas gubernamentales o “mermelada”, la proyección selectiva de inversiones para engrasar la maquinaria legislativa y electoral, los nombramientos en altos cargos que favorecen la denunciada e indecorosa puerta giratoria entre lo privado y lo público, el ascenso de militares y policías fuertemente cuestionados, la extravagante designación de políticos, exfuncionarios y familiares en consulados y embajadas; sin que la lista termine.

Con total contundencia, José Gregorio Hernández, un notable expresidente de la Corte Constitucional, advierte que en el país “hay una indeseable prevalencia del poder sobre las reglas a las que debería estar sometido y un implacable deterioro de los fundamentos jurídicos del Estado social y democrático de Derecho”; nutrida por la tolerancia al desafuero que ocurre cuando “la idea de que todo es válido si produce resultados económicos o sociales toma fuerza, sin importar los derechos, las normas que integran el ordenamiento jurídico, los precedentes jurisprudenciales o las garantías procesales que se vulneren”.

Ante semejante despropósito queda claro que, así como en el siglo XVIII la monarquía se hizo insostenible, en el XXI resulta evidente que la figura presidencial es insoportable y nefasta a los propósitos de una sociedad que rija sus destinos sobre la preeminencia de la constitución y de las leyes. Si es preciso y urgente reestructurar el equilibrio del poder político y castigar la arbitrariedad y omnipotencia del dinero en la confección de lo público, ¿habría futuro en una relectura del parlamentarismo para los tiempos que corren?

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