Eterno retorno
12 de mayo de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
Elite y multimillonarios ausentes de la vida cotidiana, políticos mudos ante el recrudecimiento de la violencia, gobernantes arrogantes, indolentes y sordos al clamor popular, militares y policías obrando a su acomodo y diversión, agentes armados que se activan al capricho de los señores de la guerra, medios propagandísticos y des-informativos que fabrican noticias incluso sobre hechos jamás ocurridos, brotes de xenofobia creciendo al ritmo explosivo de la criminalidad, amenazas a candidatos presidenciales, ciudadanos anhelando cambio mientras alimentan opciones electoreras dedicadas a la compraventa de votos; todo a una, aparece y reaparece en el desajustado escenario político colombiano.
Un país sin proyecto nacional compartido, plagado de siervos sin tierra ni riqueza, acostumbrado a pensar que al pueblo nunca le toca, avieso en desconfiar de patriarcas o cacaos ladrones, acaparadores y acumuladores sin freno, diligente en aceptar la primera o cualquier opción que parezca disponible; padece hoy los avatares de sus pésimas decisiones. Las últimas, haber permitido una negociación sin reglas con el paramilitarismo, votar no en un referendo para legitimar un acuerdo de paz y entregar la presidencia a un mandadero inepto y pantallero.
Tan presuntuoso y frívolo resultó el penúltimo que dijo Uribe, que privilegió una foto exhibiendo extraditado a un exguerrillero reconvertido a paramilitar y narcotraficante, imaginando que su organización permanecería quieta y obediente, respetando acuerdos de no agresión y mutua cooperación sostenidos con actores oficiales uniformados y gobernantes civiles coaligados al enrevesado proyecto paramilitar.
En los tiempos del reagrupamiento del paramilitarismo, contrario a lo manifestado por Arendt, el terror no impone el olvido sino el recuerdo de lo macabro y la memoria de los horrores con los que asolaron todas las zonas en las que hicieron, han hecho y seguirán haciendo presencia.
Así parece indicarlo el conjunto de exacciones en más de 11 departamentos que registran constricciones y emplazamientos masivos, detenciones arbitrarias, agresiones a civiles, torturas, violencia sexual, violaciones a los derechos humanos, desapariciones, asesinatos, quemas de vehículos, bloqueo de vías, prohibición de transporte y navegación e incluso destrucción de edificaciones de seguridad. Por ello, el marcado silencio de la fuerza pública, ausente en buena parte del territorio nacional que ha padecido el confinamiento y la actuación marcial y violenta de la principal fuerza paramilitar en el país, resulta pasmoso.
Históricamente, el estado ha sido incapaz de extender el monopolio de la fuerza a todo el territorio nacional. Hoy, sin embargo, lo que se teme es que amplias franjas territoriales hayan sido intencionalmente dejadas al control de fuerzas desreguladas con las que diferentes actores gubernamentales y oficiales policiales y del ejército sostienen negocios denunciados por el candidato presidencial más opcionado, así como por organismos de fiscalización y control que tienen condenas y aperturas de investigaciones penales, disciplinarios y fiscales.
Todo ello ocurre en un contexto facineroso en el que grupos de la derecha política, especialmente quienes confluyen en el Centro Democrático, han apostado a hacer trizas los acuerdos de paz y votado para legislar en favor del armamentismo de la ciudadanía, así como se han empeñado en desacreditar los esfuerzos por superar décadas de conflicto armado mediante la actuación reglada de la Comisión de la Verdad y el avance en los procesos conocidos por la Jurisdicción Especial de Paz.
Si bien esa aspiración disipadora de la paz ha recibido apoyo gubernamental disimulado, choca contra el querer de la denominada comunidad internacional y sus organismos multilaterales que le requieren para que actúe con decisión por concretar lo acordado en La Habana y el Teatro Colón. Ello no ha impedido que internamente se acoplen diferentes fuerzas y estrategias que, en su círculo más íntimo y extremo, contribuyó a reestablecer el poderío de grupos paramilitares en zonas en las que han operado como un poder dentro del Estado, así como favorecieron su ramificación a territorios en los que hace un quinquenio se extendía la influencia de las FARC y hoy están bajo control de los Urabeños, del Clan del Golfo o de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, como se quiera llamar a estas estructuras.
La actuación extendida de éstas, sumadas a las reiterativas y fustigantes amenazas de las denominadas Águilas Negras y a la disponibilidad de gatilleros incorporados a la diversidad de siglas que la Policía clasifica como GDO, GAO, GDCO, GAOR o BACRIM, dibuja un escenario de actores armados emergentes de diversa procedencia y con intereses marcadamente disimiles. Incontrolables e ingobernables, habría que afectarles con radicalidad para sitiarles, obligarles a rendirse o llevarles a una definitiva desincorporación; a lo que no contribuye esta sensación de que pueden operar a espaldas de las autoridades, contando con la muda aquiescencia de las fuerzas regulares.
El actual es un complejo escenario en el que las preguntas por si el Clan, el ELN, la Nueva Marquetalia y otras organizaciones armadas están o no interesadas en incidir en el juego electoral, en realidad se responden desde el lugar de sus oponentes: ¿Es el propósito del actual gobierno despedirse dejando la peor imagen respecto de los efectos de la seguridad democrática que pregona?
Todo parece indicar que, también en materia de seguridad, el gobierno Duque deja en inflación la violencia y la presencia corrosiva de veteranos y nóveles actores armados. Corresponderá al gobierno entrante construir y consolidar mayores posibilidades de avanzar hacia formas ampliadas de pactación social, conducentes a nuevas negociaciones que, necesariamente, deberán entrar en una agenda territorial y nacional de paz con la que resulte posible romper este nuevo ciclo de violencia con el que se despliega el eterno retorno de la guerra en Colombia.