Por: Jhon Henry Arboleda Quiñonez
Al reflexionar cual es lugar que ha ocupado la raza-racismo en el proceso de construcción, consolidación y transformación del Estado – nación, es fácil entender que ese constructo social e histórico da, en sí mismo, una idea-fuerza de superioridad biológica, que, al ser puesta en funcionamiento en cada una de las relaciones sociales, gesta una suerte de alteridades subalternizadas entre grupos e individuos diferenciados étnico-racialmente. Las expresiones cotidianas del dispositivo ideológico-político denominado racismo, funcionan como factor diferenciador y jerarquizador de todas las relaciones y asignación de derechos que se produce en los países, alrededor del mundo.
La serie de complejidades, matices y niveles que alberga la raza, y que permea a todas las estructuras sociales, han requerido el desarrollo de estudios extensos y profundas investigaciones. Todos esos acercamientos, han permitido que se pongan en evidencia las prácticas de racismo y racialización originadas y mantenidas al interior de las estructuras estatales, espacio que, durante mucho tiempo, gozo de la presunción de objetividad, y que, por tal razón, se ocupó de cimentar y naturalizar las prácticas de exclusión que eran dirigidas hacia los grupos humanos históricamente despreciados.
En los países latinoamericanos, los horizontes de vida, la sistematicidad de pensamiento y las cosmovisiones de los concebidos como “los otros”, fueron sometidas a un continuado proceso de eliminación, asimilación o inferiorización. Los grupos dominantes se abrogaron la legitimidad para imaginar y consolidar las coordenadas sociales, raciales, religiosas y lingüísticas de lo que sería la nación. Por tanto, la definición de los hitos e iconos que aglutinan la carga representacional con la que se movilizaban las ideas de pertenencias, han sido deliberadamente seleccionadas, con la intención de concentrarla en un exclusivo y reducido grupo poblacional. A partir de todos esos elementos, las elites hegemónicas reclaman el derecho a la ciudadanía plena y la nacionalidad para su disfrute exclusivo. En esta medida, himnos, banderas, escudos, sistemas religiosos, guardan relación con las identidades primarias de aquellos que las definieron como elementos constitutivos de la nación. (Anderson,1993, 26-62. Chatterjee, 2002).
La configuración histórica del estado-nación en América Latina obedece a la puesta en marcha de algunos de todos los dispositivos que son propios del racismo estructural, con el que se constituyó esa expresión político organizativa. En tal sentido, las lógicas de exclusión, marginación y borramiento de las diferencias étnicas, culturales, identitarias y hasta lingüísticas estuvieron presentes como elementos que dieron vida no solo a los discursos, sino también a las practicas, desde los que se imaginó la nación en esta parte del mundo. (Colmenares, 1989). En esos contextos la nación representó un intento de organización cohesionadora, que se logró a través de la homogenización cultural y la eliminación de todo rastro que condujera a la conexión con lo que no significara acceso a la modernidad.
Por ello, pensar una nación desde la lógica con que se construyeron las sociedades de América Latina, y en particular la colombiana, pasa por reconocer lo que plantea el teórico francés Renán, cuando propone que una nación es una suma de olvidos. (Renán,1887) frente a esta definición clásica de la nación, de donde bebieron y alimentaron las ideas de nación en Latinoamérica, podríamos preguntar; ¿Qué es lo que se debe olvidar para hacer exitosa la construcción de una nación? ¿A quiénes pertenece lo que se hace obligatorio olvidar en el contexto de consolidación de una nación?
Dar respuesta a estos interrogantes, supone revisitar los componentes estructurales que dieron origen a la nación en Colombia. En este sentido, eliminación, asimilación, borramiento, desvalorización y negación de los aportes de los denominados posteriormente grupos étnicos, estuvieron a la orden del día. Científicos, políticos, empresarios y demás grupos representativos de las elites del poder, se posicionaron como agentes, que, a la vez que consolidaban la idea de una nación homogénea y monolítica, gestaban el lugar hegemónico de la cultura. Terminaron siendo exitosos en su intento por “desaparecer” de los discursos oficiales de la nación, la existencia, la persistencia y la agentividad histórica de “los otros”, especialmente, de las personas negras esclavizadas y sus descendientes.
Frente a este proceso de borramiento histórico, se han alzado voces y han emergido dinámicas organizativas en distintos momentos y escenarios, encargándose de poner en la agenda pública de la nación las vicisitudes que debe afrontar la diáspora africana y los demás grupos étnicos en la búsqueda por dignificar su existencia. Esas voces y esas luchas se han levantado para hacer frente a los ejercicios del poder colonial, que se han mantenido inmunes con el paso del tiempo, sobreviviendo a las transformaciones del Estado, gestando las condiciones naturalizadas, que subalternizan el saber y el ser (Quijano, 2000, 201-242). Esas mismas voces, paridas desde todos los rincones de las geografías racializadas, puntuadas por las variables de género y generación, en la mediana duración, pueden ser leídas como expresiones organizativas, con proyecto político diferenciado y agenciado en contra-narrativa de la institucionalidad oficial desde la primera mitad del siglo XX, este proceso muestra constante ebullición y atisbos de fortalecimiento en la actualidad.
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