23 de junio de 2022
Por: Arleison Arcos Rivas
Un ingeniero constructor, que no pudo levantar un programa consistente, ha perdido las elecciones contra un economista tercamente tildado de exguerrillero pese a dedicar media vida a la transformación democrática. Gustavo Petro gobernará a una Colombia de contrastes lacerantes manifestados en las urnas. Junto a Francia Márquez, asumen la inmensa tarea de edificar un país sobre los escombros de la desigualdad.
Un electorado dividido ha pulsado para llevar a la Casa de Nariño un gobierno con el mandato de transformar los indicadores y registros del fraccionamiento intenso entre quienes acumulan riqueza, sin vergüenza alguna, y quienes apenas sobreviven acumulando miseria; despachando de una vez por todas al uribato, un proyecto de derecha con pretensiones de perdurar a toda costa, que fue levantado sobre la estampa atrabiliaria de un sujeto minúsculo y enceguecido por los clamores de sangre y guerra.
De semejante proyecto desolador, quedan solamente escombros y despojos que apenas si permiten avistar los pedazos de lo que otrora fueran instituciones democráticas, destruidas por el afán militarista, la voracidad corporativa y depredadora de sus agentes, la perpetuación de la terratenencia, la apropiación del Estado y del erario, y la concesión dadivosa de diversos recursos públicos al servicio de postores rentabilísticos, clanes y familias clientelares.
Con tal material institucional de desecho poco podrá construirse. El país requiere el restablecimiento integral de lo público y una nueva edificación de sus instituciones. Si bien es una tarea imposible en cuatro años, será preciso instalar una robusta batería de reformas y ajustes que demandarán de amplio debate, afinamiento colectivo y concertación plural para que sean adoptadas en el seno de un Congreso, hasta ahora poco dispuesto a ordenar el rumbo de la República.
Aunque las fuerzas progresistas conquistaron un amplio número de escaños en el legislativo, no constituyen una mayoría capaz de sacar avante el ordenamiento necesario para apuntalar el programa de gobierno del Pacto Histórico sin hacer concesiones significativas al establecimiento. Incluso el anunciado apoyo del oficialismo liberal, con el que el nuevo gobierno contaría con un cómodo respaldo legislativo, no asegura un trámite expedito de las reformas proyectadas.
En igual sentido, habrá que entender que el afianzamiento de un gobierno que llega con sospechas sobre su conveniencia para el país, con una amplia votación en contra y una base opositora recalcitrante, requiere calmar las aguas. El nombramiento de Halcones en sectores estratégicos, duchos en el conocimiento de la política nacional, arteros en la interacción con las fuerzas económicas y sagaces al enfrentarse a diferentes grupos de presión que agitan la bandera de la estabilidad económica y la certidumbre jurídica será necesario, sin perder el impulso electoral y el anhelo popular de cambios urgentes y necesarios.
En un país que ha alimentado por décadas y siglos la voracidad de los codiciosos, y cuyos resquemores podrían llevar al traste con su primer gobierno realmente alternativo, progresista o de izquierda, resulta sensato plantear transformaciones en política laboral, fiscal y monetaria sustentables que, no sin tensiones, lleven a los más acaudalados a tributar, democraticen el reparto de la tierra, disminuyan la brecha de inequidad en el ingreso y distribuyan de mejor manera la riqueza, en una de las naciones más dispares del mundo.
No será una tarea fácil dejar atrás dos décadas de desinstitucionalización uribista, dando prelación al diálogo y al oxigenamiento de las graves tensiones clasistas y racistas sostenidas a ultranza contra hombres y mujeres representados en el mapa del desencanto con las políticas del bienestar de baja intensidad, el alto déficit fiscal y el infructuoso endeudamiento público.
De hecho, que el muriente gobierno haya intentado hasta lo imposible para socavar los acuerdos de paz ha dado mayor impulso al conflicto, entronizando nuevos y enrarecidos señores de la guerra. Peor todavía, cuando los indicadores que deja el gobierno Duque, más allá del duro reto de enfrentar una pandemia y la alta inversión de recursos en el Plan Nacional de Vacunación, sólo animan a sus áulicos o parecen antojadizos: Crecimiento sin transformación de los problemas sociales, reactivación económica sin empleabilidad ni mejoramiento de ingresos, presupuesto educativo sin mejora del sistema ni fortalecimiento de la infraestructura y las tecnologías, alta contratación sin logros exitosos en mejoramiento de vías. Incluso habrá que ayudar a repatriar un millón de ciudadanos venezolanos, restaurando las vías diplomáticas y la negociación directa.
En política internacional, deberá reinstalarse la perdida tradición de no intervención en asuntos relacionados con autonomía y autodeterminación de las naciones, con asiento constitucional, seriamente menguado por los compromisos asumidos en el actual gobierno, firmante de acuerdos y declaraciones contra varios gobiernos de la región y del mundo, asegurando el favor de Estados Unidos. En igual sentido, habrá que apuntar nuevamente a desnarcotizar las conversaciones multilaterales, respetar los acuerdos y tratados de contenido ambiental, rediseñar una nueva política de exportaciones y equilibrar la balanza comercial seriamente afectada por los efectos nefastos de los TLC y el desperfilamiento agrario del país.
En la dinámica interior, se impone la apuesta por el definitivo desescalamiento de la violencia armada y la pacificación generalizada. La firma de nuevos acuerdos de paz y el tratamiento jurídico alternativo de las crecidas fuerzas desreguladas, tendrá que convertirse en una obsesión en el gobierno que ha prometido concentrarse en la convocatoria a un Pacto Social que enfrente los avatares de la guerra, las dinámicas de desprotección y la manifiesta desproporción imperante.
También será necesario desmontar las demenciales prácticas antisociales en el actuar del ESMAD, la Policía Nacional y el Ejército, relacionadas con la persecución de la protesta y la movilización ciudadana, la proliferación de falsos positivos y la connivencia con el narcotráfico y la delincuencia.
Si bien el aparato productivo colombiano debe preservarse, “desarrollando el capitalismo” y extinguiendo el feudalismo, como afirma la nueva fórmula presidencial; lo cierto es que el empresariado industrial, comercial y financiero ha sido protegido a ultranza por los gobiernos precedentes. Esta situación les concedió un amplio margen de exenciones y prebendas que pesan duramente contra el ingreso y bienestar de la población trabajadora y de quienes, a cuenta propia, laboran sin garantías.
Buena parte de los cambios que sobrevendrán en un gobierno que aspira a ser histórico, pasan por cerrar la puerta giratoria entre lo privado y lo público, redibujar el entendimiento con las corporaciones nacionales y trasnacionales, bloquear la voracidad financiera, reasegurar el sistema de salud, afinar el diseño pensional y garantizar un mejor reparto de los beneficios societales. Para ello, se impone la implementación de la renta básica, la articulación de un novedoso Sistema Nacional de Educación y el fortaleciendo de redes asociativas que dinamicen el mundo de la producción. Esto sólo para empezar.
Seguramente resulte ambicioso e incluso problemático “pasar de la metáfora a la acción”, como ha escrito John Jairo Blandón en su columna de esta semana en Diáspora. De ahí que, por primera vez en nuestra historia, haya que volcar a toda la nación en la confección de Planes Decenales y un nuevo Plan Nacional de Desarrollo cuyas políticas de largo aliento sean proyectadas más allá de lo que dura un gobierno; conscientes de que la tarea edificadora de una nación empieza con la remoción de los restos institucionales que deja el desgobierno, especialmente allí en donde ni cimientos hubo, y continúa la faena donde la obra avanzada lo permite, removiendo todo escombro indeseable.
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