Entonces, ¿para qué la democracia?

09 de mayo de 2024

Por: Arleison Arcos Rivas

La irresolución de cada nuevo hecho confrontacional pone en tela de juicio la calidad de la democracia en Colombia, sobre la que se anuncian fracturas y tensiones hasta ahora irresolubles. Si este sistema de gobierno pretende solventarse en la conveniencia de la vida armónica y la deposición del animus belli, estamos lejos de hacer que nuestra versión de tal propósito deje de ser una quimera.

No sólo la configuración política del país, sino también el análisis, la divulgación de la opinión política y la distribución informativa  “se desarrolla en esa zona gris llena de mixturas de la que hace parte la dupla guerra y nación”, extrapolando una afirmación de la infaltable María Teresa Uribe en “las palabras de la guerra”.

Deponer la disposición a batallar, como individuos y como colectivo, evitando la magnificando de las causas para alimentar la conflagración en los diferentes medios y atmósferas que la aviven; parece ser la mejor manera de describir el afán retórico en favor de la democracia. Sin embargo, esta habilidad, tan útil, encuentra factores históricos y societales disgregantes que han impedido el advenimiento de una nación capaz de dialogar, incluso cuidando el respeto a la marcada diferencia étnica que la caracteriza. 

Por ello, encontramos a diario manifiestas y veladas declaraciones de enemistad, convocatorias al ruido de sables, invitaciones al choque de trenes y cantos de batalla entre facciones políticas. Incluso pululan los avisos de encausamientos por marcados cruces de palabras y supuestas denuncias que difícilmente son tramitadas por vías judiciales.

Frente a un gobierno alternativo, sin piedad y con mayores bríos se han levantado las maledicencias y la celosa diligencia para amplificar sus equivocaciones, fallos, y actos de corrupción, que deben ser tramitados en las magistraturas correspondientes. Sin embargo, el que se los tilde de actos “de proporciones nunca antes vistas”, borra toda simetría en la consideración de los graves ilícitos precedentes, con sus múltiples acumulados de crímenes e impunidad.

Un país violento, sin liturgias de perdón e imposibilitado para producir pactos y acuerdos que aminoren el peso de las amañadas confrontaciones públicas que, ni logran socavar la base clientelar domeñada por los eternos gamonales regionales, ni afianzan un escenario de solvencia institucional que fortifique la tramitación de las diferencias. Bien macondiano resulta advertir la frecuente intromisión entre jurisdicciones, las reiteradas prácticas de abuso de autoridad, e incluso la inusitada revelación de que ¡hasta las disidencias de ciertos grupos que lograron negociar la paz, también tienen disidencias!

En este contexto tan dubitativo y artero, entonces, ¿para qué insistir en la democracia? La profesora María Teresa, bien nos ilustró en este asunto: “las palabras siguen teniendo la condición de trompetas de guerra y con mucha frecuencia se usan para eso por guerreros, funcionarios y dirigentes políticos; pero también pueden tener la virtud de transformar, de interpretar, de convocar a los públicos”.

El nuestro, definitivamente, es tiempo de convocatoria participativa y popular; pues no han sido las elites, tampoco sus emisarios en el Congreso, ni quienes han amoldado al amaño de las corporaciones y familias clientelares las instituciones y dependencias estatales, quienes han alimentado el aguante en la calle, buscando materializar los cambios, reformas y transformaciones que requiere nuestra particular democracia.  

Sin embargo, nada más lejos de nuestra realidad que suponernos maduros para caminar hacia una sociedad mejor ordenada, capaz de radicalizar los fines y propósitos democráticos, tanto como asegure y afiance la solidez institucional que este sistema requiere para funcionar sin atajos. La carencia de lo que Cristina Lafont llama “una voluntad política colectiva”, es prominente.

Aunque, para fortalecer la calidad de nuestra democracia, no se ha procurado madurar el juicio de las y los ciudadanos, sometiéndoles al constante e inclemente vapuleo mediático masivo, enfrentar la baja calidad de la democracia requiere pasar por el cedazo de la deliberación pública los asuntos verdaderamente importantes.

Sin enrarecer el clima decisional con la indecorosa definición de odios e intereses desarticuladores, en nuestro contexto la educación del ciudadano debe apuntar a superar la profundidad de nuestros desacuerdos y tender puentes para zanjar la vertiginosa oleada de las veleidades clientelistas y politiqueras.

A Colombia ya no le basta con definirse protocolariamente como una democracia. Tampoco resulta posible, cada vez que el resquemor proselitista se apodera de las dependencias públicas, prolongar la paquidérmica formalidad reglamentaria, procedimentalista y normativista que hace inanes las decisiones de nuestras instituciones.

Requerimos hacernos legítimos, darle solvencia moral a la política, controlar el peso de nuestras diferencias, consolidar una ruta para la imaginación creadora en la deliberación pública; juntarnos y palabrear. Necesitamos actuar sobre nosotras y nosotros mismos; hacernos una nación verdaderamente democrática, capaz de aunar el juicio de la opinión ciudadana, el interés de los diferentes grupos societales, y la performatividad de las instituciones públicas.

Con cada nuevo hecho político sobreviniente, se mina la confianza y se enrarecen las posturas políticas, incluso hasta su repolarización, trastocando lo que hemos podido ser como nación. Hoy estamos ante la necesidad de acrecentar la calidad de nuestras decisiones societales, públicas y estatales. ¿Cómo hacerlo? ¿Cuál es el escenario en el que tal ejercicio argumentativo resulta posible? ¿Con qué herramientas asegurar que no se repita aquello de que “hecha la ley, hecha la trampa”? ¿Qué nos garantiza que los nuevos acuerdos institucionales que podamos provocar sean obligantes y vinculantes, para que no sucumban a la histórica voracidad modificatoria corporativa?

Entre balances éticos deficitarios y perspectivas constituyentes promisorias, la democracia nuestra continúa esperando por su radicalización y definitiva. 

para qué la democracia

Sobre el autor

Arleison Arcos Rivas. Activista afrodescendiente. Defensor de la vida, el territorio y la educación pública. Directivo, Docente e investigador social. Licenciado en Filosofía. Especialista en Políticas Públicas. Magister en Ciencia Política. Magister en Gobierno y Gestión Pública. Doctor en Educación. Cdto. en el doctorado en Ciencias Humanas y Sociales. Es autor y coautor de varios libros y artículos en torno a los estudios de la afrodescendencia. Rector de la IE Santa Fe – Cali.
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