Kujichagulia: caminando y sin pedir permiso
30 de diciembre de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
Aunque siempre se aspira a figurar en el amplio espectro de la política, la precariedad caracteriza hasta ahora la representación étnica afrodescendiente en Colombia y en buena parte de América. Si bien en la configuración del poder se acentúan las invariantes del dominio y la subrogación clasista asociadas al control de las dinámicas sociales, económicas y políticas, resulta especialmente manifiesto que el elitismo colombiano haya sido meticuloso en implementar prácticas exclusivistas, con una fuerte concentración monocromática en la captura de espacios y posiciones de influencia.
Suelen usar los casos emblemáticos y de mostrar para desmentirlo; no obstante, tanto las elites como sus aliados emergentes, suelen enfrentar la tensión étnica dilucidando y negando el racismo, refiriéndose a que aquí no pasa lo que en el extranjero; alimentando nuevos y edulcorados mitos de armonía racial, estudiado por Marixa Lasso, cuya profusa tradición del mestizaje habría producido un acrisolamiento de tal intensidad que constituye el sustrato de una síntesis igualitaria y democrática sin parangón.
Contra tal mistificación, los estudios de la afrodescendencia, los informes sobre discriminación y los datos en torno al racismo en Colombia evidencian que, incluso con cifras oficiales, persiste un sistemático trato preferencial en la asignación de los cargos investidos de autoridad. Esta práctica deja por fuera, o limita severamente las oportunidades para la incorporación de agentes afrodescendientes en designaciones estatales, ascensos militares, asignaciones de alta dirección y responsabilidades ministeriales, figuración diplomática en consulados y embajadas de renombre e incluso en cargos electos, producto de la opacidad en los puestos asignados en las listas o en su frecuente desconsideración. A ello se suma la demarcación o casi invisible existencia de afrodescendientes con suficiente capital acumulado para figurar como banqueros, industriales y comerciantes, así como su representación en altas posiciones sociales; evidenciando la estratificación deficitaria que cobija a buena parte de este grupo poblacional.
Si bien resulta notorio el incremento de mujeres y hombres en los mayores niveles educativos, provenientes de condiciones desfavorecidas, por sí mismo este indicador no transforma las desventajas acumulativas incidentes en el logro de estatus de los individuos, como demostraron Viáfara y Urrea; lo cual resulta palpable igualmente en la ocupación de posiciones de influencia.
En contextos de dependencia organizativa y precariedad financiera, las personas afrodescendientes que aspiran a conquistar posiciones de poder e influencia política no solo resultan bloqueadas por la capacidad económica sino por los circuitos relacionales en los que alcanzan a interactuar; cuando no resultan sometidos a sospechas de incompetencia. Apelando al estudio de Viveros y Gil, si bien se cuentan conquistas individuales y primeros alcances, no se evidencia que en el país se hayan construido condiciones para el ascenso de grupo o se hayan generado espacios para el florecimiento de una cierta burguesía étnica o clase media ascendiente, con potencialidad de movilidad social igualitaria. Esto pone en entredicho la supuesta democracia racial o los mitos de armonía de construidos en la democracia colombiana.
De ahí que para la configuración del poderazgo, deba consolidarse una imagen potente de la afrodescendencia, que rompa con las invariantes del dominio y avance por los caminos emancipatorios de la autodeterminación. Una propuesta con tal nivel de osadía, frente al tradicional arrumbamiento, ostracismo y evitamiento anima igualmente a socavar el oportunismo tras la victimización que produce rentables ingresos a muchas y muchos, sin que permita alimentar una imagen potente como pueblo descendiente de africanas y africanos.
Por tortuoso que resulte avanzar hacia propósitos compartidos e insistir en el camino de la unidad que lleva a cooperar, aun con marcadas diferencias de por medio; comunidades, movimientos, colectivos, organizaciones y liderazgos hemos llegado a la hora en la que se precisa lanzarse con intrepidez y determinación hacia la conquista de posiciones hasta ahora evasivas, esquivas y negadas. Con tal certidumbre, asumir el reto de definirnos, nombrarnos, crear y hablar por y para nosotras y nosotros mismos, cimentar el valor de la palabra, confiar en el respeto a los acuerdos y afirmar la autoridad en mandatos asamblearios, resulta impostergable.
Más allá del voluntarismo solipsista y de los personalismos mesiánicos, los resquemores paralizantes, las malquerencias fraccionadoras y las dolorosas heridas históricas; la construcción del poderazgo convoca a la apertura de oportunidades y a la confección del futuro compartido, concebido en procura de cualificar la siembra y recoger nuevos y nutricios frutos para las y los hijos de descendientes de africanas y africanos en este país, sin retroceder, sin más esperas; sin pedir permiso.