05 de agosto de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
El trabajo como puente de acceso a una vida digna ha desaparecido. La precariedad, la insuficiencia y la escasez acumulan decepciones y alimentan la desproporción tras el ocaso de la dignidad laboral. Contra la garantía de derechos, hoy la oportunidad de acceder a una vacante se convierte en un privilegio que responde a la obligación social de ocuparse, antes que a la satisfacción personal con la profesión u oficio realizado.
Tristeza, desolación y ansiedad estallan en un entorno laboral en el que la oportunidad de emplearse escasea, decae la satisfacción con el empleo obtenido, el ingreso no produce conformidad, el salario es tan mínimo que no garantiza el aseguramiento de la existencia e incluso se escatima la renta básica como alternativa colectiva para generar equidad y ampliar las oportunidades de igualación social.
Peor ocurre cuando en el contexto pandémico escasean los puestos de trabajo y se crece la tasa de desempleo del país al 16%, calculando la pérdida de al menos 5,3 millones de empleos formales, que elevan la ya descomunal cifra de ocupados a cuentapropia o freelance, informales, desocupados e inactivos en el país. En el mundo, más de 2.000 millones de personas padecen las inclemencias de la informalidad creciente y la ruptura de los ciclos laborales estables.
Para estos, el teletrabajo y las jornadas a destajo ya no operan como una opción a la que se aplica cierta capacidad decisional del individuo. Por lo contrario, se convierten en una imposición que desplaza forzosamente la actividad productiva al ámbito residencial y familiar, domesticando el ocio para el servicio ocupacional y extendiendo la ocupabilidad al tiempo vital disponible.
Antes de la pandemia, el malestar del presente había condicionado el medio laboral a condiciones de empleabilidad flexible y azarosa. Por esa vía, se eliminó el vínculo con una empresa y un empleador, la temporalidad, la provisionalidad y la ocasionalidad se instalaron a perpetuidad, se acabó con la estabilidad laboral y emocional de las y los ocupados, el ahorro y la previsión familiar fueron erosionados, se rompió con la formalidad del aseguramiento social, la posibilidad de retirarse del mundo laboral a una edad temprana se agotó y fueron socavados los beneficios adicionales y prestaciones que compensaban la precariedad en la que se ocupa el pobretario.
El pobretariado, esa masa creciente de sujetos desencantados con el mundo laboral y sus exiguos beneficios, padece la distribución desigual de la riqueza de manera tan protuberante como en los regímenes de esclavización, salvo por el hecho diferenciador de la voluntad aplicada al presentarse y aplicar para ser explotado, a cambio de un salario que, en general, apenas si disimula el peso de la insatisfacción.
Antes que vincularse de manera ventajosa a una actividad productiva o desarrollar una profesión por motivación y compromiso personal, ocurre que la gente termina ocupándose y ofertando su competencia laboral a cualquier postor; ni siquiera al mejor explotador de su capacidad laboral, y por un promedio de ingresos que muchas veces no compensa el tiempo y dinero invertido en prepararse, estudiar y desarrollar habilidades y acciones de perfeccionamiento cada vez más exigentes.
El acomodamiento de las expectativas de ingreso, producto de la desregulación y la flexibilización de los mercados laborales, reduce incluso las oportunidades para que los individuos alimenten prácticas de distinción: hábitos de consumo, espacios habitacionales, circuitos de diversión, e incluso sobre las relaciones románticas y sexuales se produce un emplazamiento que modera las pasiones, el deseo y las aspiraciones de viajar, disfrutar, poseer, apropiarse y alimentar la sensación de éxito y realización.
Al final, el valor de la vida productiva ni siquiera se puede medir ya en términos de utilidad laboral puesto que, pese a laborar por décadas, no se obtienen beneficios que acumulen bienestar y garanticen pensionarse. Menos aún pensar en el diseño de planes de retiro anticipado. Incluso cuando se obtiene un cargo perdurable y a tiempo completo, excepto si se labora como funcionario al servicio del Estado, la posibilidad de caer en los listados para recortes de personal, las notificaciones de reubicación forzosa, los reajustes en los indicadores empresariales pasan factura a la continuidad de los empleados, convertidos en cifras de un tablero de mando en el que las ganancias van primero que las personas.
El signo del capital no es el motor del cambio social ni la acumulación de beneficios laborales. Como consecuencia, la inestabilidad, la deslocalización, la transitoriedad y la volatilidad del empleo afectan el bienestar, la subsistencia y la seguridad emocional del pobretariado, a tal punto que el «se vale soñar» se convierte en un mantra para cargarse de optimismo en un tinglado ocupacional abiertamente desolador, en el que trabajo ya no significa dignidad.
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