Por: Arleison Arcos Rivas
Un cierto revisionismo romántico ha vendido la idea de que hubo en América del Sur y Caribeña una suerte de esclavización amable y dadivosa comparada con las rudas tareas de la servidumbre europea o incluso con las inclemencias de la misma institución en los Estados Unidos. Como si pudiese generarse una escala de oprobios y subrogación impresionista, en la que la hispánica y francesa se situarían entre las más generosas empresas dedicadas a convertir seres humanos en negros; del mismo modo como a inicios de la tercera década del siglo XXI se defienden las bondades del capitalismo frente a otros regímenes acusados de promover la inhumanidad.
C.L.R. James, en un libro clásico y no por ello frecuentado por la academia tradicional, pero vital en la articulación histórica y epistémica del pensamiento político afrodescendiente, inicia su incursión por la gesta de los jacobinos negros presentándonos las características que tuvo el tratamiento del esclavizado como propiedad negra en el blanco mundo de los esclavistas, señores buenos y malos dedicados a doblegar, por la fuerza y con las herramientas que fueran necesarias, la irrenunciable certidumbre libertaria entre quienes, cada acto de aguante, reto y bloqueo al sistema de esclavización evidencia su espíritu invenciblemente humano. En sus siglos de existencia, la articulación de la sociedad esclavócrata en la que se sucede la conjunción entre juridicidad y propiedad, explotación económica y dominación configuran un cuadro social y político en el que las y los africanos y sus descendientes son constreñidos de hecho y de derecho bajo el sello de la negación y la cosificación; implementando en todo ese proceso prácticas de escarificación, denigración y mancillamiento que hoy ofenderían hasta al más avieso sadomasoquista.
Es James quien escribe, un siglo más cerca que nosotras y nosotros de aquellos sucesos, informándonos que “no había treta ingeniada por el miedo o una imaginación depravada que no se pusiese en práctica para quebrar su ánimo y satisfacer las ambiciones y el resentimiento de sus propietarios y guardianes: hierros en las manos y en los pies, bloques de madera que los esclavos debían arrastrar consigo fueran donde fuesen, la máscara de latón concebida para impedir que los esclavos comiesen la caña de azúcar, el collar de hierro. Los latigazos se interrumpían para pasar un trozo de madera candente sobre las nalgas de la víctima; sal, pimienta, limón, carbonilla, acíbar y cenizas calientes eran vertidos sobre las heridas sangrantes. Las mutilaciones eran habituales, piernas, oídos, y a veces las partes íntimas, para privarlos de los placeres en los que podrían haber incurrido gratuitamente. Los dueños vertían cera hirviendo sobre sus brazos, manos y hombros, vaciaban el azúcar de caña hirviente sobre sus cabezas, los quemaban vivos, los asaban a fuego lento, los rociaban con dinamita antes de encenderlos con una cerilla; los enterraban hasta el cuello y untaban sus cabezas con melaza para que las moscas las devorasen; los ataban junto a nidos de arañas o de abejas; los obligaban a comer sus excrementos, a beber su orina, a lamer la saliva de otros esclavos. Cierto colono se arrojaba sobre sus esclavos cuando la ira lo arrebataba e hincaba los dientes en su carne.”
Con semejante inventario de horrores, bien valía preguntar “ahora a todo hombre libre, si aceptaría la esclavitud con las condiciones más ventajosas, y su respuesta decidirá la cuestión”, tal como retaba José Feliz de Restrepo a los congresistas en Angostura, en plena discusión sobre la inconveniencia ética y moral de prolongar la esclavización en la Nueva Granada, en 1822.
La instalación de la esclavización, con su documentado portafolio de asco e inhumanidad no puede, en modo alguno justificarse ni romantizarse. No hubo noble esclavización ni esta comporto privilegio alguno saltando entre fronteras; así como tampoco hay forma de edulcorar al capitalismo con toda su carga laboral de mansedumbre y sumisión: lo único que diferencia la esclavización del actual trabajo de subsistencia es el salario.
El tratamiento animalizado, barbárico y bestial que esta implicaba se extendió por todas las geografías en las que la imaginación racial europea instaló y perfeccionó el comercio demencial y la brutal industria de hacer negros a mujeres y hombres. De hecho, es conocido el chascarrillo negrero en el que un viajero pregunta al arriero por qué maltrata de esa manera a la mula que lleva sus productos; a lo que el mulero responde: “es que cuando no trabajo, me golpean y cuando ella no trabaja, la golpeo: es mi negro.” Es en esta animalización y cosificación del esclavizado en la que ocurre la negación de cualquier tipo de privilegio o actitud dadivosa que pueda aplicarse a la romanización de semejante creación europea. Tal como menciona Orlando Patterson, “el negro era un esclavo no porque él fuera el objeto, sino porque él no podía llegar a ser el sujeto”; compleja lectura de la sociología del trabajo que nos lleva a cuestionar el moldeamiento racista, oprobioso y demencial del capitalismo y su decurso histórico hasta el siglo XXI.
Pese a la degradación moral que impone la esclavización, reinventaron nuevas formas de resistencia y emancipación en medio de tal situación. El único privilegio atesorado por africanas, africanos y sus descendientes fue el del inevitable e incesante esfuerzo por liberarse y doblegar las inclemencias de la patética condición de sometimiento y barbarie instalada por el desquiciado ingenio mercantil en el que los seres humanos devienen en animas cosificadas y brutalizadas.
Bajo el peso emblemático de la libertad negada pero irrenunciable, los esclavizados de ayer y hoy se levantan y producen un mundo social y político alterno al esclavista cuyas implicaciones requieren nuevas miradas que siembren la alternativa en medio del desánimo y el descontento, provocando el ensanchamiento y apertura del espacio social, político y jurídico copado y cerrado por las prácticas que apostan la vieja y nueva esclavización. La tradición política libertaria que se expresa en el cimarronismo, el arrochelamiento, el apalencamiento y la belicosidad inconforme, requieren ser reeditadas en el tiempo presente, revelando el significativo cúmulo de experiencias estratégicas, alternativas de movilización y prácticas de liberación que constituyen un acumulado histórico insustituible en la comprensión de la experiencia de verse y vivir como seres humanos en medio de un sistema de oprobios, desigualdad y desproporción; mucho más ahora que la esclavocracia está de vuelta, en plena sociedad posindustrial.
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