El Pacifico: del “remanso de paz” al necromundo

Por Última actualización: 19/11/2024

4 de septiembre de 2021

Por: Gustavo A. Santana Perlaza

El Pacífico colombiano antes de los años 90 era considerado un territorio de paz que, a pesar de representar una geografía racialmente marcada para la desigualdad radical frente al proyecto de Estado-Nación gestado en el centro del país, se desplegaban prácticas comunales que distinguían y articulaban las dinámicas relacionales, políticas y familiares que estructuraban vidas solidarias. Un tejido social-comunitario que dio cuenta de una relación simétrica con el territorio, lo que Arturo Escobar llamó ontología relacional “aquella en que nada (ni los humanos ni los no humanos) preexiste a las relaciones que lo constituyen. Todos existimos porque existe todo”. Una praxis ético-política que cuidaba y sostenía la vida en medio del paraíso precarizado, pero donde se disfrutaba de las maravillas fundamentales brindadas por el contexto selvático tropical.

La lucha política de los movimientos campesinos, afros e indígenas, la desmovilización del M-19, incidieron en la Constitución Política del 1991, reflejo de la adopción de un Estado Neoliberal que impulsa su política del “reconocimiento” multicultural y pluriétnica. Aclarando que reconoce, pero no transforma coyunturas, asimismo, decreta la ley 70 del 93 que, reconoce a las personas, familias y colectivos negros que habitan el Pacífico como grupos étnicos en el país y el derecho a la propiedad colectiva a los que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales. Este proceso ha sido definido como etnización (Restrepo 2013); marcación y producción de ciertos grupos poblacionales como población étnica.

En la época de concientización de los derechos colectivos otorgados a la población urbana y rural de la cuenta del Pacífico colombiano a principios de los 90, deviene la incursión de grupos al margen de la ley en este territorio considerado en ese entonces un “remanso de paz”; donde la guerra y el conflicto eran ajenos a la vida y la cotidianidad de sus gentes. Testimonios teorizados por Carlos Agudelo plantaban que, “algunos pobladores de la región decían, antes de los 90 el Pacífico colombiano ha estado tan olvidado por el resto del país que ni la violencia le había llegado y consideraban que esa era una de las únicas ventajas de la segregación de la región”.

Todo el panorama cambia radicalmente, dada la fumigación “guerra química” de los cultivos de marihuana y coca en el Catatumbo, Putumayo y Cauca, el pacto binacional “Plan Colombia” entre Estados Unidos y Colombia que, con su política mortífera, llevaron a que los grupos alzados en armas vislumbraran las potencialidades de la selva tropical del Pacífico para adelantar sus actividades y la radical desprotección que les entregaba este lugar y las vidas que lo habitan sin ningún obstáculo. Cabe aclarar que, El conflicto armado en Colombia ha transitado por muchas conceptualizaciones y representaciones políticas que justifican su praxis, pero lo cierto es que, su implementación ha dejado miles de víctimas, muertos y despojados que no tienen relación en su conflicto. Por ello, la matanza sistemática tiene sus bases en lo que llamo economía de la muerte.

La operación de los grupos al margen de la ley, principalmente las FARC, era clara y concisa, estaba centrada en adueñarse del territorio y los elementos que lo componen, una lógica que es jalonada por un impulso de “dueñidad” frente a las cosas, los bienes y la tierra; ante el cuerpo (Segato, 2018). La fuerza de los nuevos “dueños” se fue desplegando rápidamente por las orillas, ríos, quebradas y mar, exhibiendo su mandato y poder mafializado con el que intimidaban caseríos por medio de la imposición social del miedo, la zozobra y el terror.

Esta incursión tiene su sustento en el llamado cultivo ilícito de coca; cultivo que ha causado una multiplicidad de problemas, ya que su llegada ha significado el posicionamiento de la muerte. Ahora bien, sin esencializar mi postura, por las condiciones de precarización del contexto, el cultivo de coca también implicó una oportunidad para satisfacer las necesidades de los que habitamos en esta parte del país. En este sentido, el cultivo y procesamiento de la coca son el eje central o columna vertebral que alimenta con ansias y deleite la economía de la muerte. Sumándose la explotación minera, maderera, extorsión, secuestro y más.

En estos casi 30 años de violencias en el litoral, son muchas las transformaciones que se han vivenciado en la mayor parte de la geografía del Pacífico Colombiano. Trasformaciones que pedagógicamente han venido habituando, enseñando y naturalizando el convivir en paisajes bélicos; el miedo, el dolor y la zozobra hacen parte de nosotros y nosotras. Nos enseñaron cómo caminar y por donde hacerlo, reconocimos el riesgo de hacer parte de ciertas estructuras y dinámicas delictivas.

La economía de la muerte ronda y vive en cada sujeto de esta zona, tener los privilegios y riqueza que genera este modelo existencial es el sueño de muchos jóvenes. Vivimos en un necromundo del que somos parte y no agentes externos, donde existen normas, códigos, símbolos y principios que responden a los intereses del “dueño” (narcotraficantes, bacrim, disidencias, y los tradicionalmente dueños que se disputan de manera maquinal el control de las vidas, la muerte y el territorio).

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