El malestar con la representación
29 de febrero de 2024
Por: Arleison Arcos Rivas
En ningún otro momento la escuela, especialmente la pública, pone en juego sus apuestas éticas y sus expectativas de futuro para la sociedad, como en el proceso decisional de las representaciones estudiantiles, concitando a la reconfiguración y potencia de la educación cívica como acción humana performativa.
Personería, Representación en el Consejo Directivo, Contraloría Escolar, vocerías de grupo y delegación a diferentes comités, conforman un escenario participativo y deliberativo de honda significación democrática y ciudadana en la asignación de responsabilidades al liderazgo escolar estudiantil.
Aunque ha hecho carrera la burla sobre las candidaturas que eternamente ofrecen la construcción de piscinas y espectáculos con artistas e influenciadores, cada vez más aparecen oportunidades para que “la fiesta de la democracia” preste atención a las calidades exigidas a quienes se presentan para abanderar intereses, necesidades y garantías de derechos de las y los estudiantes.
Si bien constituye un momento de tensión y contradicciones entre el mundo adulto y el de las generaciones noveles, la definición de normas y perfiles aplicables a la representación estudiantil abre la escuela a la consideración de ingeniosas alternativas procedimentales, que ponen en entredicho y elevan serios cuestionamientos al dogmatismo en los clásicos manuales de convivencia, tanto como al voluntarismo en los modelos personalistas con los que se deciden las candidaturas en la democracia representativa del país.
Así como en el escenario nacional se pone en tela de juicio la intervención arbitraria estatal y la constricción de la ciudadanía por parte de agentes externos que distorsionan e influencian la voluntad popular; en la escuela, la acción y la perspectiva adulta, puesta fundamentalmente en la voz de maestros y directivos, no debería coartar la capacidad de diálogo, concertación y autodeterminación de niñas, niños y jóvenes, en asuntos que tengan que ver con sus propias decisiones.
En su lugar, como corresponde a la escuela para el buen vivir, la labor mediadora y anticipatoria de las y los adultos debería dirigirse al acompañamiento y orientación para que, con suficiente información, fomenten mejores decisiones que les lleven a adoptar acuerdos vinculantes y sustentados.
La representación estudiantil, si se la quiere potente y significativa en pro de la apertura del espacio participativo en la vida escolar, contribuye a activar y fortalecer nuevos liderazgos con sentidos alternos y diversos que amplifiquen, más que los procedimientos protocolares de la democracia, la democracia misma como forma de vida que sustenta principios y acuerdos, entrecruzados en distintos ámbitos de interacción humana.
Más allá de los requisitos formales exigidos a quienes aspiren a ser representantes en el país, tales como ser ciudadano en ejercicio o no haber sido penado judicialmente, la escuela pone el acento en el respeto hacia los diferentes actores de la comunidad educativa, las conductas cuidadosas de lo público, la contención de situaciones conflictivas, la práctica restaurativa cuando se han vulnerado los compromisos y acuerdos, incluso apostando a la administración de las emociones propias como soporte del compromiso social y comunitario.
Buscando atajar la arbitrariedad y el espíritu pendenciero, sin coartar derecho alguno a ser elegido, un organismo colegiado como el Consejo Estudiantil en una institución pública caleña dispuso, para quienes aspiren a ser representantes, que se postulen si evidencian habilidades y competencias para comunicarse efectivamente, prevaler ante los desafíos y retos, empatizar con los pares y docentes, encarar el sexismo, el racismo y la discriminación de sus congéneres, contribuir a aminorar, resolver y transformar conflictos, e incluso manifestarse con solvencia moral para reconocer sus propias limitaciones.
Un listón bien alto, si lo comparamos con quienes hoy ostentan la representación política del pueblo colombiano, protagonistas de procesos de parapolítica, yidispolíica o tráfico de influencias, cooptación con clanes y carteles corruptos, venalidad y alteración de contratos; en fin, una masiva acumulación de desafueros y delitos que han representado grave afectación a la fe pública, a la probidad en la administración del erario, al desgaste del civismo, a la perturbación de las garantías electorales, y al cumplimiento efectivo de las funciones constitucionales encomendadas.
Tal como nos invita a considerar Augusto Salazar Bondi, aspirar a que la representación estudiantil se encumbre sobre la ruindad de la vida política tradicional, convoca a que en la escuela se deba insistir, persistir y no desistir en la formación del «hombre y la mujer nueva», que pueda amplificar el sentido de la libertad humana puesta en la capacidad de decidir, alzándose sobre el menosprecio, la indignidad y la podredumbre emocional del tiempo presente.
Bajo los códigos transformadores de las comprensiones dialógicas de la escuela, se impone una nueva alfabetización crítica. Una escuela escéptica de la neutralidad y del educacionalismo estéril y ornamental, hace política en cada asunto escenificado en sus aulas. Cargada del dinamismo del civismo y del compromiso social, encara problemas del mundo real y aporta a la posibilidad de su transformación; lo que, debe decirse, sin vacilación alguna ni pretensiones doctrinales, constituye una apuesta abiertamente revolucionaria y disruptiva para enfrentar el malestar con la representación.