Giri / Haji
Por: Arleison Arcos Rivas
El gobierno de Iván Duque y las huestes uribistas vinieron por lo poco que quedaba. Sin reato alguno y con total desfachatez están llevando al extremo el carácter casi absoluto que ha adquirido el presidencialismo colombiano para sostener un proceso desinstitucionalizador enconado y furibundo que cuenta con la concentración de los organismos de control y vigilancia de la función pública republicana: Contraloría General, Procuraduría General, Fiscalía General, además de dos entidades, absolutamente invisibles, que deberían ejercer vigilancia sobre otros órganos de control: la Auditoría General, nombrada por el Consejo de Estado y al Contador General, nombrado desde 2011 y ratificado por la Presidencia. Si a ello se suma la posición estratégica que varios cuadros uribistas tienen en el Consejo de Estado, la Corte Constitucional y algunos magistrados en la sala plena de la Corte Suprema de Justicia, bien podemos hablar de concentración de poder y flagrante bloqueo a la separación de poderes bajo; lo que, para muchos, constituye una dictadura.
Tal apropiación de las instituciones bajo lógicas gregarias nos lleva a recuperar la noción familia clientelar para referirnos a la situación en la que la influencia de los cargos y funciones públicas se pone a disposición de un clan político cuyos integrantes, al estilo de las mafias, carteles y combos, comprometen su actuación y expresan gratitud en el servicio de intereses particulares recíprocamente obligantes. No de otro modo se entiende que la Presidencia de la República asuma la defensa de la honorabilidad de un asegurado e indiciado criminal, las mayorías del Congreso elijan en organismos de control a figuras pertenecientes al partido de gobierno, afectas y partícipes del mismo, no prosperen las denuncias por corrupción en el organismo rector electoral, el ente de investigación criminal se haga de la vista gorda con acusaciones que está obligada a investigar, se aseguren cuantiosas e insostenibles prerrogativas a entidades financieras, se destinen recursos públicos a negocios particulares, se cargue hasta lo insufrible el ingreso de los asalariados y se bloqueen expectativas de apoyo y financiación a sistemas extendidos de garantía de derechos.
En tal diseño clientelar, abusivo y conchudo, el deber de tapar y la obligación de enmascarar los desafueros en las altas esferas del poder parecieran ocupar buena parte de las labores de los organismos estatales de vigilancia y control, mientras el ejecutivo extiende cómodamente su tentacularidad en función de financistas, mercaderes e industriales beneficiarios de cuantiosas exenciones tributarias, asignaciones de recursos públicos y cuantiosos empréstitos en condiciones privilegiadas que aseguren la solvencia y estabilidad de la familia clientelar en tiempos de crisis, descuidando de manera gravísima la vida, el bienestar y los derechos de las mayorías.
¿Cómo resulta posible semejante vergüenza? ¿Qué ocurrió en la historia republicana que llevó a tal estado de concentración de poderes?
Tras la bienintencionada constitución de 1991 y su sistemático ajuste, reforma y recorte, especialmente en los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, se menoscabaron los resortes de la distribución funcional que ha permitido el sostenimiento monumental de una puerta giratoria entre las cortes, los ministerios, la función pública, la actividad legislativa y la agencia corporativa; que distribuye a los miembros del clan clientelar sin mayores requisitos de tiempos de espera o previa declaratoria de impedimentos para ejercer una u otra asignación, gerencia o magistratura por designación o por elección.
Sobre la fragilidad del diseño institucional, una elite desvergonzada a la que uno u ochenta le da lo mismo, no tuvo reparos en coexistir con figuras emergentes que aseguraran la irrestricta defensa de sus intereses a condición de permanecer ciega a las expresiones del conflicto armado, miope frente a los abusos en la función pública, connivente con la delincuencia de todos los órdenes y aquiescente con los deslices del narcotráfico. “La economía va bien, así el país vaya mal”, “siempre tendremos pobres”, “estamos haciendo todo lo posible”, “no somos una nación millonaria”, “hay que apretarse el cinturón”, “las FARC son nuestro enemigo común”, “tenemos que hacer un mayor esfuerzo fiscal”, se convirtieron en frases del día a día mientras el país se desangraba, los terratenientes armaban ejércitos mercenarios, los traficantes prosperaban y se diversificaban, las oficinas sicariales impartían justicia, los empresarios cuadraban caja con desorbitantes contratos públicos y los financistas seguían recibiendo dinero a borbotones.
Entre la obligación con el clan y la ausencia de todo pudor, el Estado se volvió una feria corporativa de la que disfrutan magistrados, jueces, políticos, militares, policías y civiles casi con total indolencia e impunidad, extendiendo el interés particular a la operación institucional, desnaturalizando lo público. Mientras tanto, una ciudadanía comprable, pasiva y pusilánime contempla servil el espectáculo sin atreverse a parar la máquina de la que no puede disfrutar; en un país de cucaña.