Niña, mujer, otra
Por: Nohora A[i].
No digo nada nuevo si digo que no está fácil sonreír en estos días. A estas alturas no hace falta leerlo en ninguna parte para saber que el encierro, la pandemia y el cotidiano de la muerte nos han hecho descender a un lugar (abajo, más abajo) del que no volveremos iguales. Cada quien suma agravantes dependiendo de su condición: uno o dos despidos en la familia, una comida menos o ninguna, dos o tres niños para escolarizar en casa, los George Floyd’s nuestros de cada día o la habilidad del gobierno de turno para no ofrecer soluciones y sumar desgracias.
En medio de la hecatombe la risa es un bien preciado. He descubierto que en los últimos meses disfruto mis momentos de risa de dos modos: al uno lo llamo “metarisístico” y al otro “casi performático”. En el modo metarisístico, vuelvo a la risa mentalmente horas después de que ha pasado y reparo en la abertura de la boca, en las manchas de café de los dientes que ríen, intento recordar si moví una mano, si balanceé la cabeza de izquierda a derecha como en un no o de adelante hacía atrás como en un sí. En el modo casi performático pienso en la risa mientras me río para decirme “qué bien se siente” y para esforzarme en “sentir la risa”. Me esfuerzo tanto que he adoptado una risa aparatosa, de carcajadas grandes, temblores y hasta un poco de tos. Como imaginarán, los dos modos están conectados pues el modo casi performático me da más detalles para recordar cuando estoy en el metarisístico.
Me reí leyendo Niña, mujer, otra. Decirlo es casi un piropo porque se trata de un novelón de más de 500 páginas. Pero me reí. Me reí con todo tipo de risa, desde la abertura tímida de labios hasta la carcajada estridente. Niña, mujer, otra es la única novela de la escritora británica Bernardine Evaristo traducida al español. La traducción es de mayo de 2020, diez meses después de que Evaristo compartiera el premio Booker 2019 con Margaret Atwood. Evaristo, más bien desconocida para los lectores de español (y alabado sea el Booker y su ímpetu comercial), no es nueva en el oficio. Empezó a publicar ficción a finales de los ochenta, es reconocida como crítica literaria y enseña escritura creativa en Brunel University.
A primera vista Amma, una dramaturga londinense, lesbiana y negra, es el personaje principal de Niña, mujer, otra. Pero lo cierto es que los personajes de la novela no responden a jerarquías del tipo más o menos importante. Sería más adecuado decir que Amma está en el centro de la narración. Amma, que lleva tres décadas escribiendo en los márgenes del mercado editorial y está harta de presentar su obra en bibliotecas públicas, por lo que agradece que la pieza en la que ha trabajado diez años, “La última Amazona de Dahomey”, se estrene en el Teatro Nacional, corazón del mundillo intelectual londinense. Entre la mañana y la noche del día del estreno, conocemos la vida de Amma y la de otras once mujeres (una de ellas en transición) con algún grado de proximidad entre sí. Todas son negras y juntas cubren la historia del Reino Unido en el siglo XX. La menor es Yazz, de diecinueve años, hija de Amma y su amigo, el intelectual gay y negro Roland Quartey. La mayor es Hattie, de noventa y tres, dueña de una porción de tierra en el norte de Inglaterra que alguna vez perteneció a su bisabuelo, traficante de esclavos.
Uno de los logros de la novela (que no son pocos) es crear un prisma para discutir suposiciones recurrentes sobre la diáspora. El amplío arco temporal que cubre pone en tela de juicio el exotismo y la novedad con las que se tiende a imaginar la experiencia negra británica, como si hubiese comenzado con la inmigración caribeña en los años cincuenta. Una suposición por la que los afrobritánicxs siempre están acabando de bajarse del barco o del avión, y que hace imposible imaginar que su presencia en las tierras del rey Arturo se remonta a los tiempos del imperio romano. Esa temporalidad extensa, elástica, atestigua la mutación de los lugares de encuentro de dicha diáspora, de los bares de música africana en Londres en los años cincuenta a Twitter como arena de reunión y debate. Internet está presente y la novela lo habita para poner en entredicho, entre otras cosas, el tufillo que a veces emerge del activismo de redes sociales, la sensación de que la lucha antirracista es algo que empezó aquí y ahora: Amma y Dominique (actrices, negras, lesbianas) estaban batallando en los ochenta para que las liberaran del eterno papel de empleada doméstica. Semejante paseo por el siglo XX hace de Niña, mujer, otra una novela muy siglo XXI.
Wari es senegalesa, musulmana y lleva el hijab en tonos neón. Penélope no sabe que es la hija de una mujer negra. Megan no es ella, es el, y si nos ponemos exactos, es ele porque quiere trascender las fronteras del binarismo. Nzinga se las da de reina vudú anti-hombres pero replica las enfermedades del he-tero-patriar-cado ¿Qué es ser mujer?, ¿qué es ser negra?, ¿qué es ser mujer negra? No hay una fórmula y el término está lejos de ser homogéneo aunque se utilice para nombrar un colectivo con una lista de reivindicaciones históricas. Un breve altercado entre Nzinga y Amma revela algo que ya sabíamos, que el nivel de melanina no es un pasaje directo al todas pensamos igual.
“Nzinga se enzarzó entonces en una diatriba sobre las implicaciones raciales de pisar sobre un felpudo negro en vez de pasarle por encima, de no llevar calcetines negros (¿por qué pisar a tu propia gente?) o no utilizar nunca bolsas de basura negras, informó, por no hablar del mercado negro, los agujeros negros, el humor negro, la magia negra, las ovejas negras, verlo todo negro, yo nunca me he puesto ropa interior negra, por ejemplo, ¿por qué iba a cagarme en mi misma? Me sorprende que a estas alturas no sepáis todo esto
[…]
Amma ya había escuchado suficiente, tendría que lidiar ella sola con esa mujer, visto que les tenía sorbido el seso a las demás eso para mí no es un problema, dijo, porque ¿sabes qué? Que llevo sin cagarme en las bragas desde que dejé de usar pañal de pequeña”
El tono de la respuesta da Amma se repite en toda la novela. Un desenfado que le da al estilo de Evaristo levedad y rapidez. El libro tiene la intensidad de una descarga salsera: sin interrupciones. A esto se suma que la novela fue escrita en verso, una técnica a la que la autora llama Fusion Fiction, y que está entre la grandiosidad del poema épico y la inmediatez del mensaje de whatsapp. El texto habita un en medio que también cuenta para sus tradiciones.
El intercambio entre Amma y Nzinga es una discusión entre mujeres negras con la que una podría encontrarse en una novela de Chimamanda Ngozi. El aire Chimamanda y algunos de los temas colocan a Evaristo entre un grupo de escritoras “más jóvenes” que sin duda bebieron de su fuente, como Zadie Smith y Edwidge Danticat (mujeres negras que no tuvieron que esperar a los sesenta años para ser reconocidas). La novela lo sabe y recrea a las discípulas y las maestras, dibuja su propia constelación, como cuando Winsome, que ha regresado a Barbados después de cuarenta años trabajando en Londres, hace una lista de las escritoras que leen en su grupo de lectura: “Olive Senior de Jamaica, Rosa Guy de Trinidad, Paule Marshall de Barbados, Jamaica Kincaid de Antigua y Maryse Condé de Guadalupe. Su libro de poesía favorito se titula I is a Long Memoried Woman de una señora de Guyana llamada Grace Nichols”. Al igual que algunas de las escritoras a las que evoca, Evaristo usa el humor para recrear una feminidad negra que no se reduce a la de víctima, sino que es humana, compleja (un dolor para cada carcajada), tal como ocurre en el diálogo de Amma e Nzinga.
Pero si la novela se reconoce en una tradición literaria diásporica también pertenece (perdonarán los conservadores) a lo que en un programa de Estudios Literarios en Colombia o la China se llamaría una tradición “típicamente” británica. Niña, mujer, otra es tan inglesa como Daniel Defoe. No habría podido surgir en otro país. El desparpajo con el que hablan las mujeres de Evaristo, su capacidad inagotable para decir una cosa refiriéndose a otra y así alcanzar los niveles más altos del doble sentido, recuerdan a Moll Flanders, la novelita sobre las aventuras y desventuras de una prostituta que publicó Defoe en 1722 o las carcajadas del Tristram Shandy de Sterne (1767). La verdad es que no hace falta irse al siglo XVIII para probar lo muy inglesa que es la novela de Evaristo. Esa suerte de flujo de conciencia al que llama Fusion Fiction (otra forma de la obsesión con la forma) la pone muy cerca de las búsquedas estilísticas de Virginia Woolf a principios del XX. El universo de Niña, mujer, otra no es en ningún caso marginal a la nación británica sino que está en el centro de ella.
La corriente de buen humor que es Niña, mujer, otra se mezcla en las aguas de varias tradiciones, recorre el océano de un siglo, se confunde con el Atlántico Negro (de St. Lucia a Nigeria y de vuelta a Londres) y con suavidad nos empuja abajo, más abajo, a las profundidades de lo que somos, para traernos de vuelta a la superficie. Decía Szymborska que la risa es un ingrediente indiscutible de la buena literatura. Bernardine Evaristo agregaría: y un conjuro de la diáspora. La zafa contra los más de 400 años, contra el corona. La zafa para insistir en la existencia, para celebrar que respiramos cuando el mundo insiste en lo contrario.
[i] Estudiante doctoral. Georgetown University.