Por: Arleison Arcos Rivas
Pavoroso: ese es el calificativo perfecto para describir lo que viene ocurriendo con el incremento violento de las acciones armadas, desreguladas y desinstitucionalizadoras que han ganado terreno en el bajo gobierno de Iván Duque y el enconado retorno del uribato, ratificado como un proyecto político de derecha con pretensiones de perdurar a altos costos para la cultura política, las garantías a derechos personales y colectivos, los procedimientos legislativos y jurídicos, la independencia funcional del Estado, la protección humana y el aseguramiento de la vida; acrecentando la estela sangrienta que se extiende por décadas sobre este suelo estéril.
El que en Colombia se entronicen colectivos corporativizados disponibles para operar como mercenarios al servicio de fuerzas desreguladas que operan en contubernio con funcionarios públicos, fuerzas militares, cuerpos policiales y agentes comerciales, industriales y financieros lleva incluso a algunos comentaristas, a definir la actual estampa del presidencialismo absolutista como típica del contexto fascista en el que la arbitrariedad de la autoridad total se impone de manera violenta en una sociedad que no ha desarrollado mayores armas para contenerlo. Si se evalúan los resortes tras los que se impulsan nuestras desgracias cotidianas, mucho de ello parece cierto.
Conflictos acumulados
Por varios siglos, la desproporción ha caracterizado la manera como las y los colombianos padecemos el sostenimiento de dominios territoriales en los que los señores (y las señoras) de la guerra ejercen formas locales de supremacía, clientelismo y cacicazgo asociadas a la tenencia, extensión y apropiación abusiva de la tierra, apuntalada con la penetración y ocupación de diferentes grupos paramilitares y paraestatales, cuyos nombres han cambiado en el tiempo. Pájaros, Chulavitas ayer; Combos, Clanes, GAOs y BACRIMes hoy.
Sin que resulten sujetas a una ideología exclusiva o preferente, las dinámicas excluyentes han caracterizado sus móviles, acrecentando exacciones, amenazas, torturas e infinidad de prácticas bélicas que ponen en tela de juicio la configuración del aparato estatal y sus fuerzas de seguridad. Mientras tanto, en pequeños municipios y con actores en grandes ciudades crecieron grupos especializados en hacerse al erario, burlar la regulación contractual, domesticar la capacidad de control público, confabularse con actores y funcionarios de diverso orden para concentrar en su favor beneficios de los monopolios estatales, dejando caer de vez en cuando moneditas para el servicio de las mayorías.
Derechos conculcados
La captura y privatización de la cosa pública junto a la apropiación irregular de la tierra han alimentado la operación fraudulenta del Estado, afectando la titulación, pertenencia y demarcación de resguardos indígenas, poblados, caseríos y consejos comunitarios afrodescendientes, baldíos y ejidos de usufructo comunitario, afectando formas tradicionales de cultivo, producción, consumo y protección ambiental tradicionales y ancestrales. Las comunidades étnicas y agrarias han padecido además el raponeo minero, el abigeato, el desecamiento de tierras cultivables, la erosión y quema de sus terrenos de pancoger y el daño irreparable de terrenos de siembra y barbecho.
Además, el debilitamiento de la tierra, la erosión creciente, el fracaso de los cultivos y el envenenamiento de los ríos a consecuencia de la aspersión aérea, la deforestación, el bombardeo estatal y desregulado, la explotación minera ilegal, el uso irrestricto de plaguicidas industriales y el desecho de materiales tóxicos asociados a la producción de cultivos lícitos e ilícitos dibujan un panorama desolador que ha representado la muerte de ríos y humedales, la disminución y casi extinción de la pesca, acrecentado la precariedad en la producción agrícola tradicional y destruido medios de transporte ya de por sí inadecuados.
Afrentas a la resolución pacífica de las desigualdades
Frente a los ingentes llamamientos, reconvenciones internacionales, autos constitucionales y denuncias por sostenidos actos de hostigamiento, la invasión permanente de los territorios por parte de diferentes actores en conflicto, la vulneración de derechos, el frecuente desplazamiento de las comunidades, el asesinato y masacre de líderes sociales, comunitarios y étnicos, el Estado colombiano persiste en hacerse el de la vista gorda, cuando no participa, por medio de sus agentes, en actos de connivencia, descuido o negligencia que han significado abundantes condenas a la Nación.
Además, hoy se advierten nuevas rutas de conflictividad asociadas a las economías periféricas, el narcotráfico, las guerras por el dominio territorial, los embates a tierras recuperadas, el bloqueo de las comunidades a la minería ilegal y al extractivismo desaforado que ponen en riesgo la sostenibilidad ambiental, el futuro colectivo y la vida de las personas que resisten y reexisten en los que bien pueden ser llamados, dado el vértigo violento que los acosa, territorios de ocupación bélica.
De hecho, el que hoy persistan y se haya estimulado que se perpetúen en el país enconados enfrentamientos con ELN, el EPL, varios Bloques desvinculados de las antiguas FARC, los Grupos Armados Organizados, las Autodefensas y las anónimas Águilas Negras, que se suman a una diversidad de actores armados en campos y ciudades, animados por intereses variopintos e incluso incoherentes; devela la desproporción de un conflicto cuyas armas se hacen cada vez más prolíferas y descaradas, nutridas como se encuentran por el narcotráfico, la voracidad de los megaproyectos, la financiación de actividades ilícitas y la ocupación ilegal o irregular que han hecho de la guerra un negocio fructífero y un tremendo festín que no cesa.
¿Y el Estado?
Con todo este acumulado de desgracias, el estado colombiano resulta ilegítimo en cuanto las comunidades registran delicadas afectaciones que nacen de sus infracciones, violaciones, ausencias, silencios y cooperación con actores delincuenciales y criminales que han sido factor de penetración de la guerra en Colombia. En la medida en que los huecos y fisuras que facilita su inacción suelen ser copadas y permeadas por el corporativismo de actores formales tanto como ilegales que han operado formas territoriales del “estado de facto”, tal como paramilitares, convivir e incluso milicias guerrilleras y milicias populares urbanas han hecho en varias décadas; sólo puede afirmarse el carácter fallido del moldeamiento institucional del país.
No se puede negar que justo cuando Colombia, por fin logró impulsar un promisorio acuerdo de paz, intencionalmente se le boicoteó produciendo notorios incumplimientos que han estimulado el desconcierto de quienes negociaron, el retorno al monte de quienes desistieron de la vía civilista y el rearme de quienes no negociaron; complejizando nuevamente el rompecabezas de los actores armados que han enconado su disputa y accionar violento, silenciando, asesinando y masacrando por doquier; confortados con la práctica estatal de manifestarse incapaz para contenerlos. Tal obsolescencia programada del Estado establece una relación de cálculo connivente con actores desregulados, mientras las comunidades y sus liderazgos persisten en la defensa de la vida, sus bienes y el territorio azuzados por los avatares de la guerra.
¿Y Juan Pueblo?
Si el diseño institucional resulta insuficiente, precario y complaciente; no menos grave se dibuja la perversa quietud e inacción de las y los colombianos que, prisioneros de la indiferencia, el miedo, la ocupación en los propios asuntos o simplemente negligentes frente a cualquier idea democrática de deberes ciudadanos; se quedan al margen, dan likes, me gusta y corazoncitos a campañas de redes o se solazan con pastosas discusiones en casa, en el transporte, en los bebederos y entre amistades dedicadas “a arreglar el país” sin hacer nada para que cambie, sin escandalizarse ni activarse ante los escabrosos asuntos que se acumulan día a día, mes a mes y por décadas desapareciendo, desplazando, asesinando y masacrando sin rubor alguno y por todo el país; evidenciando que a Juan Pueblo también le gusta ver correr sangre.
Si nos resulta insostenible e insoportable lo que padecemos, tenemos que movilizarnos, no hay otra alternativa ante tanta impudicia; si es que consideramos que es por los caminos de la paz, es andando por los senderos de la patria como podremos desinstalar la guerra y sus vergüenzas en nuestro país, antes que sea demasiado tarde.
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