El color de la opresión (fragmento)

Por Última actualización: 19/11/2024

Por: Arleison Arcos Rivas

Hace poco alguien me ha pedido que expusiera las razones por las que afirmo no ser marxista y para ello he debido hacer una “afirmación negativa” o una negación de la negación: soy anticapitalista, le he dicho. Ello me ha llevado a pensar de mejor manera un asunto que me sigue inquietando y es la tensión entre quienes se afirman “negros” y quienes nos reconocemos como “afrodescendientes”, en cuanto pareciera obedecer tal distinción al mismo corte: afirmarse negro es algo así como decirse anticapitalista; algo que uno es mientras se le ocurre algo mejor con que enfrentar el problema de la propia identidad.

Defender un soporte étnico e identitario por fuera de la negación, debería significar afirmarse o reconocerse en la valía de la propia identidad; algo muy semejante a lo que ocurre a quienes se reclaman como afrodescendientes. Tal como menciona Rafael Perea Chalá (2007, 23), nuestro principal enemigo, consiste en “no ser nosotros mismos, si no querer ser el ‘otro’”; evidencia indiscutible de la enfermedad del olvido que termina por producir connivencias reproductoras del racismo aun en los propios odres.

El asunto viene a cuento porque advierto, con más frecuencia de la imaginada; que las y los intelectuales afrodescendientes patinan para enfrentar la significación y el contenido de la dominación tras los etnónimos con los que, consciente o inconscientemente, se reproducen imaginarios, ideologías e imagoloquías cuya perduración debería ser cuestionada y que producen incluso adefesios conceptuales que llevan a etiquetar como “etnia negra” o como “negro-afro” al grupo étnico afrodescendiente y hasta permiten tolerar y naturalizar la clasificación oficial que etiqueta como raizal, palenquero, afrocolombiano y negro, recogido en una horrorosa sigla como población NARP para referirse a la complejidad identitaria de quienes se reconocen en su común descendencia africana en el país.

Tal cosa ocurre igualmente con las expresiones “negro”, “blanco” e “indio”; cuya precisa construcción e implantación ocurre en el modelo colonial y en la construcción de relaciones racializadas en plena expansión esclavista (Hering Torres 2010), subsistiendo sin mayores miramientos hasta hoy, cuando indígenas y afrodescendientes reclaman tales apelativos para sí mismos; no sin debates incluso al interior de sus propios movimientos; frente a quienes, siendo parte de la sociedad integrada y “decididamente hechos para ser dioses” (Barthes 2005, 66), no tienen reparos en denominarse a sí mismos como blancos en lugar de levantarse para impugnar y destruir la blanquitud (Mclaren 2005, 346-385).

La imagen racializada que sitúa en el pigmento de la piel las claves de la opresión y que hace creer a investigadores de diferente género que sin raza no hay racismo, muchas veces deja por fuera de tal ecuación el hecho, sostenido y manifiesto de que las construcciones fenotípicas no resumen exclusiva ni suficientemente los contenidos del racismo, tal como ocurre con racismos sin raza; esto es, sin expresiones pigmentocráticas, como se encuentran en el antisemitismo y en ciertas prácticas imperiales opresivas contra pueblos con cargas melanómicas semejantes (Wieviorka 1992); bajo dudosas prácticas de asepsia nacionalista como las escenificadas entre Serbios y Croatas o en los conflictos intertribales heredados del modelo colonial instalado por Europa en África, e incluso por razones políticas no suficientemente declaradas, tal como vimos pocos años atrás en la Francia de Zarkozi que expulsó al pueblo gitano. De manera especial, el racismo se encuentra gestado, articulado e imbricado en las coordenadas que permiten leer las características oprobiosas del capitalismo; tal como lo pregonaron en diferentes momentos intelectuales afrodescendientes como Malcolm X (1992, 214), Fanón (2009) y Cesaire (2006), constituyendo la esclavización la expresión ceñera de la organización del trabajo bajo la constitución capitalista de la sociedad (Moulier-Boutang 2006); pese a que pueda encontrarse también quien afirme que el racismo, al igual que el patriarcado, constituyen evidencias precapitalistas (Marable citado por Callinicos 2001, 9)

Tal como he mencionado en otro momento, el racismo se estructura como un sistema de privilegios que incluso puede obviar los asuntos raciales como factor relacional, pero sostiene con toda virulencia una ideología funcional y activa que desnivela y desajusta cualquier reclamo formal de igualdad aún bajo la constelación de las ciudadanías. A diferencia de quienes cuentan en su historia familiar la huida de los abuelos ante las expresiones de odio (Chomsky y Barsamian 1997, 82-86), las y los descendientes de africanos encontramos en el expediente de nuestra propia historia el rapto y la constricción forzosa con la que se expresa la debacle oprobiosa de la esclavización, que sigue operando como elemento justificatorio tras el sostenimiento del racismo y la discriminación.

El levantamiento de distinciones raciales articuladas como componente de una relación de opresión inventa no sólo al oprimido sino al opresor y sus razones. Así, advertir que en la Europa del siglo III la distinción de color está ausente de la práctica de la esclavización, permitiendo incluso el acceso al poder a figuras de origen africano (Septimio Severo, por ejemplo) y que  hacia los siglos XII al XV los criterios de racialización vinculados al color de la piel privilegiaban las tonalidades “mediterráneas”, es decir más cercanas a lo ‘negro’ en tanto que vinculaban lo ‘blanco’ con la enfermedad, permite advertir el carácter mistificador de tales convenciones una vez se sustrae de su valoración el asunto de la salud para reconvertirlo en los moldes de las relaciones de producción del periodo esclavista colonial en el que negro vendrá a ser sinónimo de perversidad, maldad e inferioridad (Hering Torres 2010) (Mclaren 2005, 363); cuya condición, afirmada con toda intención como naturalmente minusválida e inferior, reclama y precisa su dependencia del dominador (Said 1996, 40).

La construcción epistemológica de la afrodescendencia, como discurso antitético frente al negrismo, debe enfrentar el asunto falseado de la epidermización de la identidad étnica, toda vez que en ella se expresa una construcción negativa históricamente afincada en la minusvaloración social, el prejuicio institucionalizado y la castración de sentido y simbolización, sobre la cual incluso una figura como Diego Luís Córdoba expresa un reclamo fácilmente afirmativo que insiste en que “los negros somos colombianos como los demás”.

Sobre el Autor: Arleison Arcos Rivas

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