El Charco: geografía del terror y economía de la muerte

Por Última actualización: 19/11/2024

Por: Gustavo A. Santana Perlaza[1]

 

El Charco Nariño es un municipio a las orillas del rio Tapajé, afluente testigo de felicidad, tristeza y dolor. Es una familia extensa, un tejido comunal con formas únicas y especiales de relacionamiento y hermandad. Un contexto binario, por un lado, se disfrutan de las cosas pequeñas y elementales de la vida en medio de la selva tropical; por otro, se conviven en una constante zozobra, desesperanza y miedo por los hechos que acontecen, rodean la cotidianidad. Granadas estallan en la estación de policía, asesinatos sol mediodía, desplazados llegan al pueblo (casco urbano) en busca de refugio, velorios constantemente y una radical desprotección institucional. Veinte policías que se abstienen a salir de su guarida por miedo a perder la vida. Un paisaje de inexistencia social, donde nos exponen a vivenciar condiciones hostiles y precarizadas.

Tapaje y los demás municipios del Pacífico sur antes de los años noventa eran considerados un remanso de paz, en su mayoría las dinámicas socioeconómicas giraban en torno a prácticas basadas principalmente en los cultivos lícitos; la agricultura, la explotación maderera y minera, la concha y la pesca, quehaceres productivos con lo que enfrentaban las adversidades y necesidades del momento. A principio de la década de los noventa en medio del giro multicultural-neoliberal y la formulación e implementación de la ley 70 de 1993, comienza la transición a otras formas de ver, existir y convivir ligadas a patrones del capital criminal, que en su afán de acumulación arrasa con todo aquello que interrumpa su flujo.

La existencia de los pobladores y entorno se ve drásticamente interrumpida y transformada por lo que llamo una necroeconomía o economía de la muerte, entendida como los modos de producción de riqueza que operan a través de la vulnerabilidad social, el dolor, la crueldad, el rapiñamiento y la muerte; impone la violencia y el dolor como instrumento de dominación política, con el que exhiben su mandato y poder mafializado. Educa, castiga, vigila y produce un estado alterno fuera de la legitimidad identificado por el miedo, la zozobra y el terror, donde se estructuran normatividades y formas de existencia que responden a los intereses de los “dueños”.

Aquellos “dueños” de la vida y la muerte distinguieron las potencialidades de la selva tropical de este lugar. El Charco, un sitio virtuoso para el desarrollo de las actividades ilegales; sector empobrecido, tierras fértiles, colinda con la sierra del Nariño, muy cercano al Cauca y a través del Tapaje por la zona montañosa se puede acceder a Magui y el Patía, además de su salida al océano Pacífico, estratégico para el cultivo, el procesamiento y el transporte del alcaloide hacia países de centro América y el norte principalmente. Por ello, la presencia de los grupos alzados en armas se sustenta en el llamado cultivo ilícito “coca”; para mí, el cultivo de la destrucción, ya que su llegada a significado el posicionamiento del terror y la muerte a los caseríos. Ahora bien, sin esencializar mi postura, por las condiciones de precarización del municipio, el cultivo de coca también implicó una oportunidad para satisfacer las necesidades de mis paisanos y paisanas; en este sentido, el cultivo y procesamiento de la coca son el eje central o columna vertebral que alimenta con ansias y deleite la economía de la muerte.

La guerra por el dominio del modo de producción ilegal, con la exhibición pública y prologada de actos bélicos, afectó radicalmente el tejido social-comunitario, transformando a mi querido municipio en una geografía del terror (Oslender, 2008), donde naturalizamos las masacres, los asesinatos, las bombas, el desplazamiento, el secuestro, la extorsión, el reclutamiento y demás accionar truculento. Este poder se lo disputan narcotraficantes, paramilitares, guerrillas y bacrim; quienes quedamos en medio de este devenir terrorífico llevamos la peor parte de la guerra, sumándose las fuerzas públicas de Colombia. Ser testigo de este clima me permito aseverar que la vida y lo vivido, fue convertido en cosa mensurable, vendible y comprable.

Los enfrentamientos siguen hasta hoy, los habitantes del río Tapaje seguimos siendo objeto de hostigamiento y expulsión. Hace algunos días el líder político y social Olivar Portocarrero viene denunciado el desplazamiento masivo de comunidades de la zona rural en la vereda de Santa Catalina, La Mercedes, El Cuil y Mata Palo, pertenecientes al Consejo Mayor Prodefensa río Tapaje. Entre los desplazados se identifican menores de edad, embarazadas, lactantes y adultos mayores.

La alcaldía municipal confirmó en un medio de comunicación de la región que la cifra de afectados es de aproximadamente 800 familias; 4.000 personas. Asimismo, acuñan que el 29 de marzo se cumple una semana de esta emergencia humanitaria y hasta ahora no se tiene ninguna respuesta, apoyo o atención por parte de los entes garantes de derechos humanos. “En El Charco vivimos con miedo, porque habitamos una zona de conflicto. Nos levantamos en la mañana y cuando queremos escuchar es que mataron a tal julano. Vivimos oprimidos” la respuesta de una joven frente a los hechos cotidianos que se dan en el pueblo. Podría decir que en gran medida la misma situación la vive La Tola, Satinga, Mosquera, Timbiquí y Magui Payan. Clara evidencia de una política gubernamental que crea imposibilidades de vida para los tapajeños y funda la desesperanza como eje estructurante de nuestra sociedad, sumida en un proceso de invalidación humana donde el territorio y las gentes que lo habitan son excluidos del proyecto de desarrollo Estado-Nación; con el que distribuyen las áreas geográficas privilegiadas y los lugares como El Charco, representados por la desigualdad, marginación y olvido; en palabras de Frantz Fanon: una zona de «no-ser”; un no-estado. Una región extraordinariamente estéril y árida, una degradación totalmente deprimida.

En este sentido, seguiremos luchando, denunciando y nombrando la praxis necropolitica implementada en las orillas, calles, quebradas, mar y caseríos, donde los estamentos de la política de muerte del gobierno nacional, la necroeconomia o economía de la muerte y la precarización de la existencia, agencian la panorámica desoladora; un municipio donde el control y la autoridad es ejercida por un patrón de poder mortífero que se alimenta de las potencialidades territoriales y almas que vagan por el espacio que paso hacer de su propiedad. Apoderándose sin ningún obstáculo de las vidas que habitan el río Tapaje para desarrollar su proyecto económico-ontológico-estético-existencial que configura un sistema de cimentación como régimen de constitución de realidades con “dueños” y normatividades propias. Inaugurando lo que llamo desde la perspectiva de la ontología política, un necromundo; espacios de vida precarizada donde se coexiste con la muerte, las practicas bélicas y se naturaliza la crueldad. Acá es más fácil perder la vida.

¿Cuándo parará la lluvia de sangre? ¿A cuántos más tenemos que llorar? ¿Cuándo llegara la tan anhelada paz? Son algunas de las dudas que me carcomen.  

[1] Administrativo de la Universidad del Quindío. Trabajador social, maestrante en estudios culturales latinoamericanos de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.

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