Una policía decente

Por Última actualización: 18/11/2024

Por: Arleison Arcos Rivas

En el acumulado perverso de los últimos hechos violentos acaecidos en el país, una expresión gana sentido cada vez más: “en un país decente…”. Así empiezan las frases proferidas desde diferentes orillas; evidenciando que en este país la decencia, como otras virtudes, o está ausente, o es bastante maleable; tal como evidencia el accionar policial al que se refiere esta nota.

Ante acciones de muerte perpetradas por armas policiales disparadas sin rubor alguno contra manifestantes, resulta inconcebible la reacción virulenta con la que facciones de derecha y autoritarias han estimulado la acción indecorosa de la Policía Nacional, honrando y festejando su “gallardía” justo en momentos en los que el grueso de ciudadanas y ciudadanos cuestiona la militarización de ese cuerpo de seguridad y reclama su reforma para encausarle por rumbos civilistas y promotores de derechos humanos; tal como ahora se hace jurídicamente exigible, según lo indica la reciente sentencia STC7641-2020 de la Corte Suprema de Justicia, que comentaré en la nota de la semana siguiente.

No es cierto que la fuerza pública tenga como función la contención colérica de las protestas; tal como pareciera defender de manera abyecta un sin número de “empeliculados”, para los que la confrontación a los “vándalos” justifica el accionar arbitrario y atrabiliario de los uniformados. El factor de degradación de la fuerza pública, que le ha hecho proclive al accionar violento en contra de quienes se manifiestan en el espacio público, obliga a que nos fijemos en la manera como en el tiempo se ha ido confiriendo a las armas del Estado un uso desproporcionado en países como Colombia, en el que el tratamiento a las turbulencias, el combate al narcotráfico y las empresas delincuenciales fuertemente apertrechadas, los estados de excepción y las emergencias insertas en las dinámicas de nuestros conflictos han hecho convencional y frecuente el porte y uso de armamento bélico en manos de quienes deberían ser guardianes de la constitución.

Sumado a ello, los procedimientos de alistamiento bajo la presión de la libertad, del hambre o de la necesidad de ingresos, han generado una nutrida disponibilidad de hombres (y ahora mujeres) que acuden al servicio de las armas como alternativa ocupacional. Ha sido así desde la indecorosa incorporación forzada de combatientes en los ejércitos independentistas hasta la frecuente retención obligatoria de la gente de clase baja y sin estudios enganchada en redadas ignominiosas durante décadas en las fuerzas militares e incluso en el cuerpo de policía, como se relata en varias narrativas, incluida la de Zapata Olivella.

La “prestación del servicio” en armas ha sido un instrumento con el que las elites no sólo se han provisto de brazos dispuestos a golpear y disparar a discreción, sino que ha constituido un instrumento para limitar e incluso diezmar a determinadas poblaciones, como ocurrió en la gesta libertaria ante el temor de la pardocracia. De hecho, que buena parte de las incorporaciones a la fuerza pública vinculara ayer a hombres “de todos los colores” y “gentes del pueblo”, tal como hoy se constata con el origen étnico y campesino de hombres y mujeres que integran los distintos cuerpos militares y de policía a los que pueden acceder; permite ver la manera elitizada como se han configurado los cuadros de mando en el Ejército, la Marina, la Aviación y la Policía nacional; evidenciando, paradójicamente, mayores potencialidades de carrera y ascenso para la gente del común ayer más que hoy.

Aunque hoy el llamado a filas fomenta la eufemística profesionalización de la fuerza estatal, las mayorías de los conscriptos que ingresan a la Policía o a las fuerzas armadas y deciden luego incorporarse como soldados profesionales y policías del nivel ejecutivo, continúan en el servicio como alternativa ocupacional y laboral en un país con serias dificultades para garantizar empleos. Pese a que el salario de ingreso es relativamente cercano al mínimo, las prerrogativas del servicio armado público lo elevan con ingresos legales por primas, subsidios, incentivos y beneficios acumulables. Igual ocurre para los suboficiales y oficiales, estableciendo una significativa distinción salarial de acuerdo a los rangos a los que se pueda y logren acceder.

Considerando que el grueso de la fuerza lo constituyen quienes prestan obligatoria o voluntariamente el servicio militar y de policía, los profesionales del ejército y los ejecutivos activos, seguidos de los suboficiales en la policía (con serias dificultades para ascender por concurso); sus niveles de ingreso salarial no suelen incentivar la motivación para preservar el orden y el decoro en la garantía de seguridad, favoreciendo demostradas y frecuentes prácticas de connivencia y operación cooperante con agencias delincuenciales, oficinas, combos, traficantes y grupos armados al margen de la ley. Peor aún, si bien no se puede afirmar que constituya un comportamiento formalizado, tales prácticas han sido promovidas con la participación de buena parte de la oficialidad, generando clanes, combos, roscas y comunidades hermanadas en la comisión y encubrimiento de un sinnúmero de delitos con participación policial.

Finalmente, debe cuestionarse el que la policía colombiana desde su origen haya jugado a ser una fuerza al servicio de la gubernamentalidad. Militarizada o no, el carácter civilista de esa entidad pública no ha constituido el resorte que le acciona frente al público. Por lo contrario, y pese a que Colombia ha construido una narrativa institucional sobre la afirmación de ser la democracia más antigua del continente, los embates de Chulavitas y Pájaros en tiempos de La Violencia hacen pensar en su reinvención contemporánea como Águilas Negras; es decir, grupos armados paramilitares y parapoliciales que operan como escuadrones mortales usando la inteligencia, dispositivos de seguridad, conexiones, recursos e incluso armamento oficial. Así, aunque la fuerza pública no es oficialmente beligerante, su engañosa militarización le ha llevado a confeccionar prácticas difusas de enfrentamiento con actores sociales a quienes se ha inventado como un enemigo vestido de civil.

Si la apuesta del colectivo nacional apunta hacia el apuntalamiento jurídico y moral de un país decente, contar con una fuerza pública al servicio de un pacto social garantista resulta impostergable.

Sobre el Autor: Arleison Arcos Rivas

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