A la izquierda
14 de octubre de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
Copar el espectro representativo en Colombia ha sido una de las peores batallas por darle contenido y significación a la política. De hecho, la conquista del centro ha consistido en catapultar a figuras intransitivas que, so pretexto de no parcialización, disuelvan la conflictividad manifiesta entre facciones polarizadas que jamás pudieron configurar un modelo de país en el que pudieran confluir.
El agotamiento de la derecha a lo largo de dos siglos en el poder, pintada de rojo o azul, en diferentes tendencias de origen liberal o conservador, es evidente. El dramatismo de la guerra y sus actores desregulados, el acrecentamiento de la vulnerabilidad, la apropiación del erario, la confabulación con banqueros, industriales y comerciantes y el reforzamiento clientelar del estado, han sido su legado histórico.
Como consecuencia de un conflicto armado sin proporciones conocidas, por más de seis décadas crecieron grupos guerrilleros, ejércitos paramilitares, organizaciones mercenarias y estructuras delincuenciales con las que la confrontación bélica sembró con muertes y regó con sangre todas las comarcas del país; satanizando la protesta, eliminando enemigos, desapareciendo contendores u ordenando la elección de determinados candidatos o partidos. Incluso grandes ciudades como Medellín y Cali prestaron sus nombres al destino funesto de la guerra, a la consolidación de carteles dedicados al tráfico de narcóticos y al patrocinio de agrupaciones políticas y empresas eleccionarias locales, regionales y nacionales.
Pese al uso reiterado de la revolución como expresión panfletaria en los discursos de sectores emergentes del liberalismo que se hizo contar como progresista y radical, en sus administraciones no se implementaron reformas de largo aliento ni emprendieron políticas tendientes a clausurar las enormes desigualdades, desproporciones socioculturales e inequidades económicas que el absolutismo presidencialista y la voracidad congresional ha alimentado, siempre en favor de las pocas corporaciones, gremios y acaudalados cacaos que intervienen e influyen en la conducción de los asuntos gubernamentales en procura de la preservación de sus intereses y privilegios.
Con la Constitución de 1991, gestada en la expectativa de sembrar nuevos futuros, proliferaron iniciativas electoreras que se contentaron con hacerse a las curules en las instancias representativas, operando como avispas sobre el procedimiento de reparto por cocientes y residuos. Luego de varios intentos de reorganización del sistema de partidos, movimientos y candidaturas independientes que caracterizan el ruidoso enjambre politiquero nacional, ninguna de esas reformas políticas ha podido imprimirle coherencia al proceso electoral ni demandarle responsabilidad a las diferentes instancias y actores que se supone ordenan y regulan el régimen de representación en el país. Por el contrario, el cansancio acumulado con la decepción electorera apenas si se disimula en cada nueva edición de un proceso marcado por la venalidad, la cooptación plutocrática, la compraventa de votos y la malversación de fondos públicos aplicados a endulzar el paladar clientelista y a aceitar el mecanismo decisional.
La Registraduría sigue generando sospechas de descarada intervención y manipulación del proceso de conteo y reconocimiento de ganadores. El Consejo Nacional Electoral no ha superado la funesta imagen de ser el ratón que cuida el queso político en el país. El Consejo de Estado es permanentemente cuestionado tanto por su conformación, como por las decisiones abiertamente tendenciosas que le caracterizan y, como si fuera poco, los organismos de control, viejos o implementados en 1991, son un patético fantasma que rara vez aparece y asusta.
Si bien la alternancia política ha sido la constante en Colombia, la izquierda no ha participado de tal juego. Entre odios y pasiones encendidas, las alternativas de izquierda han intentado disputar posiciones de poder, especialmente en el ámbito local, con menor incidencia e impacto en el contexto regional y nacional; acumulando un nutrido número de concejales, alcaldes y diputados, pocas gobernaciones y escasa presencia en cargos nacionales de elección popular.
Cuando intentó configurar partidos políticos, el cerramiento bipartidista provocó el atasco del espacio electoral, incluso con cortapisas constitucionales, leyes y entendimientos entre caciques y gamonales, que hacían virtualmente imposible las tercerías en el país.
Las fuerzas más recalcitrantes no sólo instalaron la guerra sucia y sus funestas prácticas persecutorias y criminales que llevaron al asesinato de candidatos como Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez; sumadas al exterminio de fuerzas políticas como la Unión Patriótica. Pese a ello y a consecuencia de intentar abrirse espacios en la política electoral, crecieron figuras como Antonio Navarro, Carlos Gaviria, Clara López, Jorge Robledo y Gustavo Petro que, se convirtieron en alternativas promisorias; haciéndose a votaciones históricas como la de Gaviria representando al Polo Democrático en 2006 y la de Petro con la Colombia Humana de 2018.
Aun bajo el frenético cabalgar de los jinetes de la muerte, bien pagados por las y los señores de la guerra, las nuevas generaciones han hecho posible que en el escenario político nacional crezcan las oportunidades de victoria para la izquierda. De hecho, se teme que el pasado proceso electoral, manchado por denuncias de fraude en la Registraduría y compraventa de votos con dinero del narcotráfico, haya significado una oportunidad robada.
Hoy, en la convocatoria a un Pacto Histórico que aglutina a una pluralidad de alternativas y liderazgos provenientes de diferentes sectores sociales, se alienta y se hace multitudinario un nuevo intento por romper con dos siglos de ecléctico y solapado bipartidismo presidencialista en Colombia, apostando a la izquierda.