04 de febrero de 2023
Por: John Jairo Blandón Mena
En los últimos 15 días caminé buena parte del centro de las tres principales ciudades del país: Bogotá, Medellín y Cali. Encontré terribles coincidencias en mis recorridos. El deterioro de los espacios históricos ubicados en el centro de las tres ciudades es notable, los lugares turísticos que están en la agenda de cualquier visitante extranjero que viaje a estas urbes lucen sucios, desordenados y con alta proliferación de habitantes de calle. La economía informal pulula y se hace evidente en las interminables concentraciones de vendedores ambulantes que sin ningún control ni orden ejercen su actividad.
Desde luego, que no estoy planteando que el espacio público como derecho esté por encima de la garantía de un trabajo. Nuestra jurisprudencia constitucional ha sido clara en que el derecho al mínimo vital no está subordinado al espacio público. Lo que es en otras palabras, que mientras no existan posibilidades para que la gente se emplee formalmente y tenga ingresos dignos, las plazas, los parques y los sitios de aglomeración ciudadana tendrán centenares de personas que legítimamente buscarán el ingreso para el sostenimiento de sus familias.
Los venteros ambulantes no son el principal problema. Hay una evidente ausencia de la institucionalidad estatal en los territorios céntricos de las principales ciudades del país. La sensación de inseguridad y de desprotección de los transeúntes es absoluta. Quienes transitan por estos lugares, lo hacen con miedo, agarrando sus bolsos por delante, caminando sin mirar a ningún lado para evitar tener que toparse con alguien, y sin poder sacar sus celulares para contestar una llamada o enviar algún mensaje por temor a que sean raponeados.
Los vehículos que se movilizan por estas zonas lo hacen con las ventanas arriba, y a altas horas de la noche parar en un semáforo en rojo es “dar papaya” para que seas robado. Los numerosos jóvenes que se abalanzan en los semáforos a limpiar los vidrios de los vehículos infunden temor a algunos conductores, que prefieren que sus panorámicos sean limpiados repetitivas veces para evitar enfrentarse a una posible respuesta violenta de quienes ejercen esta actividad.
En lo que va corrido de este año en Bogotá, se tiene registro de más de 300 personas hurtadas diariamente. En Medellín, solamente en el primer trimestre fueron interpuestas 300 denuncias en la Fiscalía General de la Nación por turistas extranjeros víctimas del delito de hurto. Y en Cali, según la Policía Nacional ocurren más de 100 hurtos a personas al día. Buena parte de este acontecer tiene lugar en los centros de estas ciudades.
Mientras, en ciudades europeas o norteamericanas, los ciudadanos van al “downtown” como se dice en inglés, a tener un espacio de esparcimiento familiar, de tranquilidad, a caminar o simplemente de compras; ir al centro para cualquier habitante de una de nuestras principales ciudades es una acción que produce estrés o incluso riesgo. Esos lugares no son amables para el peatón, están atiborrados de carros, hay contaminación auditiva; pero, sobre todo, inseguridad y violencia.
En Medellín, los bajos del metro en inmediaciones del centro son posiblemente de los lugares más inseguros de la ciudad. La droga, la prostitución, el comercio ilegal de toda índole abunda allí ante los ojos de la ciudad y de las autoridades. En Bogotá las zonas más peligrosas son las localidades de Puente Aranda y Los Mártires, que están ubicadas en pleno centro. Y en Cali, el barrio San Pedro en plena zona céntrica, es el gran atracadero de la ciudad.
Es urgente y necesario que la recuperación del centro de la ciudad como lugar de encuentro de la ciudadanía sea un tema medular en los debates de los candidatos a las alcaldías. En lo que he podido leer y escuchar, este asunto está ausente de los eventuales planes de gobierno de quienes aspiran a regir los destinos de estas urbes. La realidad, es que el desarrollo de los grandes centros urbanos debe pasar por la recomposición de sus centros como lugares de vida.
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