05 de octubre de 2021
Por: John Jairo Blandón Mena
En enero de este año había en Colombia 334.508 profesionales del Derecho inscritos en el Registro Nacional de Abogados del Consejo Superior de la Judicatura. Con una titulación promedio de 48 abogados diarios y 17.280 anuales, nuestro país ocupa el segundo lugar a nivel mundial en número de abogados por cada 100.000 habitantes. No sé si son afortunadas o no estas cifras, lo cierto es que es necesario analizarlas, y eso intentaré en estas líneas.
En una sociedad con alto número de profesionales en música, se esperaría una amplia producción musical. O, con abundantes médicos, se tendría una excelente cobertura en salud. Lo mismo ocurriría si el sistema educativo concentrara sus esfuerzos en graduar ingenieros, matemáticos, físicos o estadísticos por encima de otras profesiones, el resultado sería un avance significativo de la ciencia en esas áreas. Sin embargo, la sobrepoblación de abogados que pasó de 9.300 graduados en el 2008 a más de 18.000 en el 2018 no ha garantizado mínimos de acceso a la justicia. Al contrario, ese valor propio de cualquier estado democrático, cada vez está más distante de las mayorías en Colombia.
Los expertos coinciden en señalar que el ministerio de Educación ha otorgado licencias de funcionamiento a facultades de derecho de universidades que no cuentan con los mínimos de calidad. Ya vamos por 190 programas de derecho, y de ellos menos de 50 tienen acreditación. Decenas de instituciones para hacer atractivo su negocio flexibilizan las condiciones de acceso, permanecía y graduación pasando por encima de los elementos inherentes de la formación jurídica. El común denominador son abogados que se gradúan sin realizar prácticas profesionales, homologando irregularmente cursos fundamentales, sin pasar por el Consultorio Jurídico; y en general, en facultades de Derecho con bajísimos estándares de calidad.
Además de las enormes deficiencias jurídicas de abogados graduados que no conocen ni siquiera la estructura del Estado. Pesa aún más la ausencia de competencias éticas en el ejercicio de la profesión. Cada año son sancionados más de 1.500 litigantes por prácticas antiéticas; sin contar los más de 600 funcionarios judiciales que han sido penados por la naciente Comisión de Disciplina Judicial. Cito uno de tantos ejemplos: la libertad por vencimiento de términos dejo de ser en muchos casos una garantía para evitar la extensión de la privación de la libertad sin condena, y hoy se convirtió en un arma que utilizan los abogados mañosos, para a través de la utilización de maniobras dilatorias llevar a que reine la impunidad. La misma Fiscalía asegura que el 10% de las libertades que otorga se dan por este fenómeno.
En igual sentido, pululan por centenares abogados que utilizan como su modus operandi la compra de testigos y de funcionarios para sacar avante sus procesos. Y, aquellos que transitan los vericuetos de la institucionalidad para desfalcar al Estado. No hay un acto de corrupción administrativa que no implique la actuación antiética, criminal o irregular de algún profesional del Derecho: el Caso Odebrecht y el exfical Néstor Humberto Martínez son el vivo ejemplo.
Creo que el Estado funcionaría mejor si la Administración Pública tuviera más corazón y humanidad y menos leguleyismo. Los conceptos jurídicos abundan, al igual que, las leyes, códigos, decretos y normativas, pero casi en ninguna actividad predomina la justicia. Por ejemplo, el sistema de salud erigido en la ley 100 y sus miles de decretos reglamentarios, y el entramado de abogados que lo sustentan contestando los miles de tutelas en contra de las instituciones no evitan que las personas se mueran en la puerta de los centros médicos y que más de la mitad de los hospitales de la red estén quebrados (en buena medida por leguleyadas que facilitan la corrupción).
Aquí necesitamos verdaderos profesionales del Derecho. Con una férrea formación jurídica y ética, que solo pueden dar universidades con alta acreditación de calidad. Profesionales que garanticen el acceso a la justicia y que transformen desde el litigio y el ejercicio judicial la aplicación de la ley. Abogados que no sean “abogansters” (como se autodenomino Diego Cadena, defensor de expresidente Álvaro Uribe) o mafiosos que ganan pleitos más por su poder económico o político de dudosa procedencia, que por su recto ejercicio de la profesión. Urge al país un órgano de disciplina judicial independiente que investigue con celeridad y penalice drásticamente tanto a abogados como a funcionarios. Pero, sobre todo, necesitamos superar el paradigma que la expedición de más leyes, y abogados para que las interpreten o las apliquen son la solución a los problemas sociales.
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