Por: Eshu Laye[i]
Cuando escuché por primer vez a unos intelectuales colombianos hablar de “cultura de la cancelación”, pensé que era un concepto para analizar las dimensiones culturales del genocidio en marcha contra las poblaciones afrocolombianas e indígenas o del asesinato sistemático a líderes defensores de tierras, o que tal vez era una forma de pensar en los factores que subyacen al alto número de feminicidios en el país, uno de los más altos de la región. Pero no, resultó ser apenas el eco de una queja venida del Norte.
Hace unos días se hizo pública una carta firmada por 150 intelectuales entre los que se encontraban personalidades de diversas corrientes políticas, desde Noam Chomsky, pasando por Salman Rushdie y llegando hasta Francis Fukuyama, quien sigue esperando el Fin de la Historia. En ella ponían de manifiesto su preocupación ante el debilitamiento del debate abierto y el creciente clima de intolerancia frente a puntos de vista opuestos a lo que consideran una “certeza moral cegadora” que está generando una cultura de la cancelación –“cancel culture”–[ii]. Más allá de debatir la carta, que por demás ha sido ampliamente discutida[iii], lo que me interesa señalar en este escrito es la frivolidad con la que ciertas mentes brillantes han traído el debate a Colombia.
Antes de que me acusen de aupar la cultura de la cancelación, debo decir que este debate es importante siempre y cuando se haga con proporcionalidad, esa que tanto claman los que piensan sin ella. Es cierto que el uso y abuso de algunos conceptos se ha vuelto el pan de cada día en ciertos espacios académicos y políticos. El concepto de privilegio, por ejemplo, que es tan útil para señalar las estructuras de desigualdad construidas desde el capitalismo racial y el patriarcado, ha derivado en una confusión terrible entre privilegios y derechos –por enclenques que sean estos últimos–: si tienes un contrato precario de prestación de servicios, puedes ser un privilegiado; si subes al Instagram la foto de una torta que hiciste estando en cuarentena podrán acusarte de que, desde tu privilegio, como no, romantizas la cuarentena. También podría debatirse el concepto de apropiación cultural, que se antoja timorato y ambiguo –como tantos términos adoptados por las políticas de la identidad– si lo que queremos es denunciar el expolio cultural o la caricaturización y banalización de productos culturales como forma de vaciar su valor de uso y jugar con su valor de cambio para enriquecer a unos cuantos.
Todo esto se puede y se debe debatir. Lo más grave que puede pasar en un debate de estos es que a un puñado de personas –no sé, cien, doscientas, mil personas que estarán pensando en esto–, no les guste tú postura y te critiquen sin piedad en las redes sociales. Y entiendo que te puedas sentir vulnerado, profundamente herido ante semejantes ataques. Es una pena, de verdad. Pero de momento, esto es lo más cercano que he visto a la “cultura de la cancelación” en Colombia. En cambio, lo que sí he visto es la fragilidad de la blanquitud y la frivolidad de su pensamiento.
Durante la cuarentena se ha registrado el asesinato de al menos cinco personas negras a manos de la policía, para no hablar de las decenas de líderes afrocolombianos e indígenas asesinados por “otros ejércitos”, pero pocos tuits he leído al respecto. Eso sí, ya han salido un par de escritores a poner el grito en el cielo por las estatuas de Colón o Pedro Claver cuando ni siquiera hemos hecho el intento de tumbar una. Pero si se les critica, si se deja en evidencia su estupidez, salen a llorar por la turba linchadora que los acosa, denuncian ser víctimas de una cacería que persigue el pensamiento profundo, abismal. Habrá que ser muy ignorante de la historia, o muy frívolo, para llamar linchamiento a eso. A principios de 1960 era no solo común sino legal linchar a hombres negros, castrarlos, quemarlos y colgarlos de los árboles en el sur de los Estados Unidos; en esa misma época, en Colombia aún era permitido salir de cacería de indios –“guahibiar”– en los llanos orientales[iv]. Y aunque hoy no es “legal”, a la gente negra la siguen linchando y a los indígenas los siguen “cazando”. Pero para la fragilidad de la blanquitud, ahora quienes linchan, quienes ejercen la cultura de la cancelación, son los que quieren tumbar estatuas. Mientras unos intelectuales dicen sentir miedo de decir lo que piensan, a las personas negras las matan en la calle sin preguntarles siquiera qué piensan.
Ahora bien, lo que habría que preguntarse es por qué crece como la maleza esa fragilidad y esa frivolidad, por qué sueltan sin ningún control de esfínteres todas sus miserias. Y aquí les daré el beneficio de la duda: son inconscientes del ethos racista en el que se instala su pensamiento. Cuando dicen cosas como: “entendemos la rabia de la gente negra, pero tumbar una estatua no es más que un gesto llevado por la ira, la excitación del momento, el revisionismo histórico, los tiempos aciagos y profundamente intolerantes…” etcétera, etcétera, están evidenciando que para ellos la gente negra no piensa, que esa libido ingobernable nos lleva a cometer cualquier acto bárbaro, como decapitar a un esclavista de metal sin detenernos a pensar en que eso no resolverá ninguno de nuestros problemas. ¡Gracias por la iluminación! Pensé que si tumbábamos la estatua de Julio Arboleda pondrían alcantarillado en Timbiquí.
Habrá que decirles a estos astutos intelectuales que quienes estamos señalando algunas estatuas, que quienes estamos en procesos de lucha contra el racismo, seguramente conocemos la historia de la esclavitud y la trata trasatlántica mejor que ellos. No solo porque la hemos leído o escuchado, sino porque la seguimos padeciendo, seguimos soportando las consecuencias de esa historia. Habrá que decirles, también, que no somos seres meramente reaccionales, hemos construido pensamiento. La resistencia nuestra no ha sido como quien se aferra a un palo para que no se lo lleve la corriente, sino que bajo esas formas de resistencias subyace lo que el intelectual afrocolombiano Santiago Arboleda llama las ‘’suficiencias íntimas’’. Es decir, unos conocimientos profundos, íntimos, unas suficiencias intelectuales que nos han permitido estar aún hoy aquí hablando. Entonces, tal vez tumbar una estatua pueda ser un gesto de rabia –¡y bienvenida sea esa rabia! –, pero también puede ser un acto políticamente consciente de la historia, de disputa del espacio público y de lucha contra la cultura de la frivolidad.
[i] Eshú Laye, hijo de Elegguá y Oshún. Santero y migrante afrodescendiente.
[ii] https://harpers.org/a-letter-on-justice-and-open-debate/
[iii] Ver por ejemplo: https://www.latimes.com/entertainment-arts/story/2020-07-09/cancel-culture-harpers-letter?fbclid=IwAR2jufg9I9d-oBihwfRH4US5M_ADW4fG3nkEKYhDkmMloY91ikb0P5HUSyE.
[iv] https://colombiaplural.com/exterminio-de-indios-guahibiada-e-indiofagia/
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