Kolombistán
26 de agosto de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
El conflicto armado colombiano dista mucho del de Afganistán, empezando por el hecho de que no ha sido configurado en la tensión ideologizante de la guerra fría, sino en la disputa por la tierra y la producción y control de narcóticos; pese a que en una y otra latitud puedan situarse las expresiones atrabiliarias de jeques y gamonales que encontraron en la guerra el soporte de su voracidad mercantil y financiera, mientras promueven, con estrategias y motivos disímiles, austeridad en el gasto y control severo y violento de las manifestaciones sociales. Tales prácticas hacen que Colombia y Afganistán puedan ser reconocidas como cementerios, por razones diferentes.
En la historia de Afganistán, deferentes fuerzas transnacionales han sucumbido intentando dominarles; desde los griegos hasta los gringos; convirtiendo ese territorio en un “cementerio de imperios”. En la historia reciente, la lastimera retirada de Rusia registraba su impúdica derrota a manos de “los luchadores de la libertad”, compuestos por Muyahidines, Pastunes y otras etnias armadas por Estados Unidos.
Ahora, más de veinte años de guerra contra el que se configuró como régimen radical del Talibán, apenas si hicieron mella en una agrupación que retorna al poder constriñendo libertades, especialmente de las mujeres, y bloqueando mercados, luego de un nuevo y vergonzoso retroceso militar, esta vez de los antiguos gringos protectores, convertidos en enemigos tras el derribamiento de las torres gemelas. Dos décadas de presencia imperial, sin embargo, no desinstalaron la guerra, ni favorecieron el surgimiento de acuerdos sostenibles, ni empoderaron nuevas organizaciones o movimientos sociales que equilibraran las fuerzas con el perseguido y depuesto Talibán.
Mientras se aclara la turbiedad de los hechos en desarrollo, se dibuja la sombra de China como figura imperial del siglo XXI, jugando como protagonista en el nuevo tablero mundial sobre el que extiende su influencia y control de la nueva ruta de la seda, que pasa por la frontera norte afgana.
Si Fukuyama hubiese tenido alguna vez razón, la sola idea de mercados y libertades extendidas debería ser suficientemente seductora para que cualquier país no sólo la adoptara, sino que la ciudadanía afecta a la acumulación de bienes y el disfrute de los placeres del consumo contuviera a todo colectivo buscara contrariar el voluntarismo individualista de los mercados, hasta su extinción.
Sin embargo, el presente siglo ha demostrado que, mientras el capital puede sobrevivir bajo cualquier régimen político, existen regímenes políticos que ponen en jaque los mandatos del capital en sus diferentes ámbitos financieros, mercantiles, comerciales, familiares y domésticos; contrariando igualmente conquistas humanas históricas.
Las prácticas de consumo suntuoso, el mercantilismo magnificente, la desinversión corporal decorativa y cosmética, la promoción de la frugalidad y la moderación, si bien no se comportan miméticamente como el choque civilizatorio descrito por Huntington; sí están implicando una reorganización de los poderes que gobiernan al mundo en el que las dinámicas civilizatorias de occidente resultan bloqueadas por diferentes expresiones identitarias y culturales que las contradicen y que, incluso, ponen en riesgo la extensión multiterritorial de los derechos humanos.
Así ocurre, por ejemplo, con la meticulosa y obsesiva interpretación de la Sharia por parte de los Talibán, que atentan contra la consideración igualitaria y antipatriarcal de las mujeres y su posicionamiento social digno, prohibiéndoles ocupar posiciones públicas, formarse en las universidades e incluso recibir educación básica, lo que constituiría un manifiesto retroceso en derechos humanos y en el desarrollo sostenible.
Tampoco resulta alentador que las contrarreformas promovidas por grupos radicales como los Talibán empoderen a los señores de la guerra que concentran buena parte de las riquezas producidas; quienes, además, son los responsables de establecer negociaciones y acuerdos comerciales con sus socios, aliados y afines estratégicos en el mundo de los grandes negocios. Tales entendimientos no significaron mejoras sustantivas para el conjunto de la población tras su arribo al poder en la década de los noventa y nada permite suponer que vayan a producirlos ahora, en medio de una crisis de poder que podría revivir la guerra civil entre las 14 etnias de Afganistán.
Aunque Colombia y Afganistán se encuentran en coordenadas socioespaciales, económicas y políticas distintas, las vincula el monstruo de la guerra y sus efectos perdurables en el tiempo. En el territorio colombiano no se ha enfrentado jamás a ninguna potencia, pero sí se ha expresado con vigor la guerra durante décadas, se acordó la paz con algunos de los grupos alzados en armas, aunque se votó contra ella y se eligió de nuevo un gobernante del régimen que ha alentado la guerra nuevamente en proporciones desaforadas, especialmente contra territorios controlados por grupos étnicos.
Además, pese a sus remarcadas diferencias, el cuerpo de las mujeres como botín de guerra, el acrecentamiento del genocidio étnico, el control social a los discursos del género, el control a la cátedra educativa; emparenta a dos fuerzas gobernantes, responsables por la promoción unicista de un dominio corporativo de la narrativa pública, sobre bases religiosas. De repente, surge un nuevo y sorpresivo vínculo: el gobierno de Iván Duque asume compromisos migratorios con Estados Unidos, por los que el país recibiría a 4.000 refugiados afganos. Sorprende digo, pues en lo que va del 2021 la ONU registra más de 46.000 desplazados internos, muchos de los cuales son revictimizados al no contar siquiera con el reconocimiento de víctimas por parte de las autoridades locales, lo que les impide acceder a cualquier tipo de ayuda que les permita paliar tal circunstancia; tal como ocurre en Afganistán, país que acumula ya 3 millones de migrantes internos.
Si bien todas las naciones del mundo deberían expresar solidaridad en tiempos de crisis, la situación de inestabilidad política, la frecuencia de las acciones bélicas en buena parte del territorio nacional, las incursiones armadas de actores desregulados, la degradación de la seguridad en las principales ciudades deberían desalentar ese ofrecimiento de refugio temporal que, no somos adivinos, podría complejizar mucho más los mercados de violencia en un país que bien podría llamarse Kolombistán.