Por: Juan Sebastián Mina
Los tiempos cambian, decía mi abuela, y con él las personas. Solemos usar esta frase como sentencia o justificación, y en ambos casos el principio es el mismo: estamos condenados a transformarnos. El éxito, o fracaso, de una vida dependerá de su capacidad para adaptarse al movimiento del cambio. Para la muestra, un botón: la Escuela en tiempo de pandemia y la globalización. La escuela es de esas instituciones angulares de la vida humana, esas tan golpeadas, criticadas y necesarias como la familia o el Estado. La escuela es el simulacro de la vida. Y como simulacro es necesario pensarla desde distintas condiciones de posibilidades que propone, especialmente como escenario de adaptabilidad.
Vivimos en un mundo globalizado. La globalización, el escenario perfecto para fomentar la adaptabilidad, es la “forma de transnacionalización de la cultura, se ha producido o canalizado a través de dos vías de diferente naturaleza: los medios de comunicación de masas y el comercio, la gran expansión propagandística y publicitaria ha permitido y facilitado la globalización cultural de acuerdo con los valores del modelo de globalización neoliberal” (Ander Egg. Pg. 145). Como escenario no es ni bueno ni malo en sí mismo, es solo un espacio, una posibilidad; pero es evidente que para algunos seres su condición de vida les permite adaptarse, o no, con mayor falibilidad y éxito que otros. Para la escuela, la globalización es una invitación a ser ciudadanos cosmopolitas, agente con capacidades y competencias que les permiten desempeñarse frente a los retos que proponen los cambios (económicos, sociales, políticos) del mundo transnacionalizado.
Por su parte en Colombia, un país que se estructura sobre los andamios del colonialismo étnico, político y social, la educación era usada como aquel refrán de mi abuela: como sentencia del fracaso colectivo y como justificación de cualquier modo de vida particular. Es solo en la Constitución de 1991 cuando, al menos, se da un paso jurídico para la consecución de una escuela más amplia, incluyente, globalizada. La definición, o el intento, de lo que es la etnoeducación presupone una nueva concepción del ser colombiano, una nueva visión de sus anclajes esenciales, sus posibilidades operativas y sus necesidades ontológicas. En dicha carta magna se define la etnoeducación como “el conjunto de políticas públicas coherentes con la definición de un Estado multicultural y pluriétnico” (Ley 21 de 1991).
Tres años después, y como respuesta a ciertos vacíos conceptuales y aplicativos de la ley, el Ministerio de Educación – MEN añade la noción de autonomía para los pueblos afros e indígenas en el marco de la interculturalidad para posibilitar la interiorización y producción de valores, de conocimientos y el desarrollo de habilidades y destrezas conforme a su realidad cultural, expresada en su proyecto global de vida. Esto presupone varias inquietudes: ¿Cuál es el rol de la etnoeducación en las grandes ciudades donde los rezagos del colonialismo son más evidentes? ¿Existe algún límite en la aplicación de las políticas públicas por parte de los distintos municipios? Pero, sobre todo, ¿cuál es el rol de los agentes educadores?
Esta última pregunta cala hondo debido a que serán estos los ejecutores del plan. Por lo tanto, su rol debe fundamentarse en dos direcciones: por un lado, académico, donde se cumpla con los mínimos requerimientos formativos; y, por otro lado, ético, en donde el educador sea un modelo de principios diversos y representativos. El agente educador tiene la responsabilidad de desmontar estereotipos discriminatorios y poner en juego los prejuicios de la comunidad que atiende. Y, aunque bien sabemos que en la realidad su injerencia se ve mermada o anulada por diversas razones, su ejercicio debe propender alejarse de una práctica lineal, infértil y segada, e instaurar un sistema de autonomía, identidad, participación y desarrollo usando como marco la etnoeducación porque esta, a diferencia de lo que se cree, no es un fin en sí misma, es un medio para alcanzar una escuela globalizada, decolonial, democrática y productiva.
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