Una nación zombi

Por Última actualización: 19/11/2024

Por: Arleison Arcos Rivas

Colombia es una nación zombi, crecida al calor de las violencias y alimentada todos los días por los más graves asuntos deshumanizantes, sin que toquen siquiera la superficie del estupor y la indignación transformadora. Tras hechos dramáticos que enardecerían a cualquier otro colectivo humano, entre nosotras y nosotros campean el crimen, la delincuencia, la anomia, la desinstitucionalización, la corrupción y la banalidad del mal sin que todavía se rompa el sello de la indiferencia.

Muy por lo contrario, ante cada nuevo hecho abyecto, se suceden reacciones naturalizadoras e inverosímiles que incluso mueven las emociones del lado del victimario y el abusador mientras se desplaza contra la víctima el fiel de la culpa y la mirada impasible: “Siempre pasa lo mismo”, “así son los políticos”, “no andarían cogiendo café”, “todos los gobiernos son iguales”, “algo habrá hecho”, “al menos arregló el parque”, “no sería ningún angelito”, “pero tenía buenas intenciones”, “seguro andaba en malas mañas”, “la corrupción es de siempre”, “les dieron de su propia medicina”, “esto no va a cambiar nunca”, figuran entre decenas de expresiones y repetidas frases con las que se registra la naturalización de la indecencia y la indolencia cotidiana.

Mientras tanto, confabulados para alimentar odios, exacerbar pasiones y fracturar cualquier idea del nosotros compartido con el que se argumenta la primacía del interés general, las elites extreman el juego plutocrático y fomentan la desinstitucionalización ahondando en la venalidad, elevando sus ingresos incluso en tiempos de precariedad y sacando provecho de que sus agentes controlen las instituciones, decidan las políticas, administren la contratación y expriman hasta lo insostenible el presupuesto público privatizado tan cotidianamente que ya no crispa ni genera acción alguna de la ciudadanía, conforme en “que roben, pero que hagan cualquier cosita”.

Una nación zombi dormida, silenciosa, satisfecha, lerda, sumida en la peor de las penumbras; en la que nada parece alterar el decurso de los días, felices, según un índice melifluo. Ni las más aleves masacres, ni los más violentos asesinatos, ni los actos más infames contra la infancia, ni la persistencia de los feminicidios, ni los más tenebrosos actos de barbarie, ni los más feroces desplazamientos, ni los más sangrientos enfrentamientos, ni las más miserables acciones contra el ambiente, ni la más enconada pérdida de sostenibilidad de los territorios, ni los más desvergonzados actos de corrupción, ni los más elevados raponazos al erario. Nada, absolutamente nada mueve a la protesta, a la lucha o a la conmiseración, al menos.

Ni siquiera el padecimiento propio, producto de la permanente desatención en salud, la sostenida precariedad del ingreso, la indecencia salarial, la exasperante desregulación laboral, el alto costo de la vivienda propia y en arriendo, el continuo incremento del transporte, la afectación de la canasta familiar, el incremento impositivo y las reformas tributarias sostenidas año tras año, o las reformas laborales y pensionales que hacen virtualmente imposible alcanzar una modesta pensión o, menos aún, retirarse voluntariamente a una edad apropiada pese a haber ahorrado por décadas para ello.

En un eterno pasado-presente, la nación zombi pareciera no avizorar posibles futuros. Ni siquiera los sueña ni los anuncia. De hecho, la actividad electoral que usualmente se mueve en el terreno de la promesa, aquí se reduce a la contestación irritada y a la ofuscación tirante entre facciones acaloradas, bandos sin estatutos y personajes que, en su cómoda mayoría, se sientan a la misma mesa y se reparten el botín público y las prebendas de sus aliados corporativos.  Sin ideologías en confrontación ni doctrinas que orienten el diseño de “la cosa pública”, accionan las decisiones en los Concejos, Alcaldías, Asambleas, Gobernaciones, Congreso, Ministerios, Presidencia y cuanto organismo público y ente descentralizado puedan intervenir, siempre de la mano juiciosamente providente de banqueros e industriales que, además, son dueños de medios, constructoras, fondos de pensiones, entidades prestadoras de servicios de salud y un sinfín de negocios que han podido acaparar sostenidos por el vaivén que lleva de lo privado a lo público, a las magistraturas, a los organismos consulares, a los escenarios multilaterales y a los organismos de control; sin ningún asomo de impudicia.

En la nación zombi, con destacadas excepciones, la prensa hablada y escrita juega de local en el terreno de la habladuría y la falsedad, alimentando ardores, aireando decires, careando contrarios y elevando a decidores sin ningún propósito de contribuir a fundar la opinión pública. Antes bien, resulta notorio su esfuerzo por distorsionar la percepción de lo que acontece fatigando el juicio con periódicas invocaciones a personajes sobre los que se elevan bloques de odiadores pertinaces y malintencionados.

A todas estas, Juan Pueblo y María Calle, el ciudadano y la ciudadana que atiende su casa, merca hasta lo que alcance, se alimenta con lo que puede, trabaja en lo que aparezca, se consuela esperando “lo que dios provea” y todavía vive “como dios mande”, no sólo dormita, sino que no quiere despertar, ni puede.

Habría que preocuparse entonces por hacer estallar la chispa contra esta pasmosa quietud, ocupándonos en derrumbar la muralla intencionalmente levantada frente a quienes, eternos prisioneros, padecen impávidos la contemplación de las sombras sin atreverse a imaginar siquiera que existe la luz. 

Contra el portafolio del desconsuelo, la desolación y el desconcierto, tendríamos que estar inaugurando el tiempo de la profecía y de lo nuevo por venir pues, aunque se vea inalcanzable, todavía resulta posible. Ojalá nos animen en este propósito las energías renovadas de un nuevo ciclo en la tierra, conscientes de que socavar los cimientos que nos han hecho una nación zombi es una tarea intensa, en una lucha larga y contra enemigos sistémicos que no se fatigan y bien saben lo que hacen, esperan y rentan.

Sobre el Autor: Arleison Arcos Rivas

Arleison Arcos Rivas