Azúcar amarga: masacre en el cañaduzal
Por: Arleison Arcos Rivas
Cinco niños afrodescendientes fueron masacrados a plena luz en un cañal de Llano Verde en Cali; una de las ciudades más racistas del mundo, pese a que la mitad de su población pertenece a este grupo étnico. En los gritos desesperados de las madres, padres, familiares y paisanos del barrio, se escucharon relatos dramáticos que claman por la inmediata actuación de las autoridades, presumiblemente por connivencia y posible participación policial en este ilícito, sin que al momento las autoridades hayan informado de alguna captura y judicialización de sus autores materiales y determinadores.
Como si fuera poco, mientras la gente aún estaba congregada, luego de los actos fúnebres, en el parque del barrio lanzaron una granada que deja hasta ahora un muerto y quince heridos, en lo que viene a complejizar más aún, la lectura de este hecho luctuoso, ocurrido en un barrio en el que su gente no cesa de padecer las inclemencias del conflicto armado y el cúmulo de fenómenos tras la desigualdad, el descuido estatal, la pobreza y la violencia perpetrada por sectores asociados a los terrenos de ejidos ocupados y a los negocios de la caña de azúcar.
Cali es una ciudad que sostiene una manifiesta tensión étnica caracterizada por una historia colonial en la que grandes hacendados fructificaron sus riquezas con el trabajo esclavizado de quienes, luego de instalada la república, nada recibieron; ocupándose como mano de obra disponible, creciente y remunerada a muy bajo costo en terrenos agrícolas y en extenuantes faenas dedicadas a la siembra y corte de la caña de azúcar, principalmente.
La dulce caña de azúcar ha representado amarguras para los varios miles de personas dedicadas a este oficio que les acumula enfermedades, una tras otra, por los rudos ciclos de trabajo entre siembra y cosecha, la duración extrema de las jornadas laborales, la sobreexposición a las condiciones de humedad, el calor sofocante, las afectaciones coronarias, tensionales y cutáneas y la cada vez menor remuneración de uno de los peores oficios.
Tal como lo ha analizado el investigador John Henry Arboleda los trazos migratorios tras la violencia étnica en Cali refleja la situación de quienes construyen su identidad afrocolombiana “Cogiendo su pedazo” y se hacen a la ciudad “Buscando Mejora”. Sumado a los avatares del conflicto armado que ha desplazado hacia las grandes ciudades a poblaciones enteras provenientes de territorios de Nariño y Cauca junto a los provenientes del norte y de los ríos en el Pacífico vallecaucano, el escenario caleño se dibuja socialmente discriminatorio con marcadas desigualdades visibles en la geografía de la ciudad, la racialización en las prácticas institucionalizadas y la desprotección de derechos.
Las dinámicas de poblamiento y constitución de sociabilidades, si bien constituyen evidencias ciertas de los procesos de resistencia y reexistencia de las comunidades afrodescendientes de la ciudad y las migrantes con ocasión del conflicto y de la búsqueda de mejora, constituyen una bomba de tiempo a la que el Estado no ha prestado suficiente atención. Mientras amplios sectores de la ciudad defienden con virulencia una elusiva y mentirosa “caleñidad blanca” con la que se justifica la desproporción que concentra beneficios societales especialmente al Norte y Sur de la ciudad, el Oriente queda virtualmente aislado y constreñido en una franja comprendida por las avenidas Simón Bolívar y Ciudad de Cali, contenidas por el Río Cauca, presionando a la gente a la ocupación de ejidos durante décadas o a su desplazamiento hacia las postrimerías en el Occidente de la ciudad entre la desprotección, la miseria y la lucha persistente por sobrevivir y prosperar.
En ese contexto, Sectores como Navarro y barrios como Potrero Grande y Llano Verde concentran tensiones de larga duración en Cali, favoreciendo la expresión del conflicto social en el territorio que lleva a la gente a ubicarse y haber sido reubicada en terrenos anteriormente dedicados al negocio de la caña dulce en manos de terratenientes, empresarios cultivadores y dueños de ingenios azucareros a quienes la población afrodescendiente ha servido con su trabajo sin recibir mayores beneficios en salud, educación o mejoramiento de sus condiciones de vida.
El cruel asesinato de cinco niños, con visos de masacre, perpetrado al parecer con complicidad de actores policiales y emisarios azucareros, se suma al conjunto de condiciones perversas de oprobio con las que se identifica al racismo institucional y estructural. Estas prosperan a vista pública en una ciudad espectacular, rítmica, palpitante y sudorosa en la que a muchas y muchos de sus habitantes el color de la piel y la historia que cuenta todavía los condena a desprecio, desprotección y muerte.