Cambiar realmente o cambiar para seguir igual
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- 14 de junio de 2022
Es difícil encontrar un parangón en la región de una nación a la que como a Colombia, le cueste tanto en todos los ámbitos parir un cambio democrático. Y no es de ahora, desde la fundación de las repúblicas en Latinoamérica, a casi todas las élites sucesoras de las criollas, que desde siempre detentaron el poder les tocó entregarlo temporalmente a gobernantes progresistas; sin embargo, En Colombia, tal situación, incluso en la actualidad, pareciera ser un adefesio para buena parte de la sociedad.
Esa histórica repulsa y bloqueo de las mayorías a las transiciones institucionales es la causante de los más grandes males del país: la sistemática violencia y el empobrecimiento y la desigualdad de la mayor parte de la población. Los recientes gobernantes de Colombia tienen en su genealogía vínculos con las élites familiares de inicios de la república o de la primera mitad del siglo XX. Y allí radica, que sus gobiernos se hayan dedicado a cuidar entrañablemente ese legado del statu quo que garantiza la pervivencia de su hegemonía.
Pero la historia parece estar cambiando. Las mayorías están decididas a no seguir eligiendo a los verdugos de su propio futuro. Después de tantas décadas de padecimientos como nación, y de estar siempre en contravía de los cambios que se gestaron en la región en las últimas décadas, a los que Colombia siempre estuvo de espaldas. La ciudadanía reafirmó que quiere un cambio. Y las dos opciones hoy en contienda lo encarnan. Desde luego, siendo el de Gustavo Petro, el más adecuado, serio e inteligente para los tiempos que requiere el país.
No soy petrista, pero el candidato del Pacto Histórico le propuso al país el programa de gobierno “Colombia Potencia Mundial de la Vida” que concreta buena parte de las reformas y transformaciones que este momento del mundo demanda. Su hoja de ruta es responsable con la nación y paga deudas históricas de la institucionalidad con los sectores más vulnerables del país, principalmente, el cumplimiento de la Constitución de 1991.
Lo que definen los votantes el próximo domingo no es una forma de gobernar, ni un tono para tomar decisiones institucionales, ni una manera de comunicar e interlocutar. Lo que se definirá el 19 de junio son asuntos que tienen que ver con nuestro futuro como nación, con nuestra pervivencia como especie humana, con la garantía de derechos de los más vulnerables y de las generaciones venideras, con el aseguramiento de la alimentación, con la construcción de economías sostenibles con el medio ambiente; y, sobre todo, con erigir la única sociedad que garantice la paz, y es una donde haya justicia.
Votar con odio, en contra de alguien, o aún peor, en contra del cambio que necesita el país es irresponsable con ese amplio segmento de la población que hoy padece el conflicto armado, el empobrecimiento, el desempleo y la informalidad laboral. Con los millones de jóvenes y adultos mayores desesperanzados; pero especialmente, con los niños que merecen que les leguemos una nación que sea viable para ellos.