25 de abril de 2022
El Comandante del Ejército Nacional, Eduardo Enrique Zapateiro Altamiranda, ha protagonizado un hecho tan desafortunado y lamentable como peligroso y desinstitucionalizador; uno más entre los que caracterizan el accionar advenedizo y desregulado en el presente gobierno. Contrariando la Constitución Nacional que juró defender, utilizó redes sociales en las que su figura de comandante resulta más que influyente para lanzarse contra un candidato a la presidencia, quien declaró que “algunos de los Generales” tienen notorios vínculos con narcotraficantes.
Esa no es una noticia nueva en Colombia. De hecho, tanto en la Policía como en las demás fuerzas armadas del país se han ventilado sonados casos de corrupción en el seno de la alta oficialidad, comprometida con el accionar de grupos paramilitares, la ocurrencia de falsos positivos, el tráfico de influencias en procesos de contratación, el traslado de drogas y delincuentes en vehículos militares, la desaparición de personas, bienes, dinero y drogas incautadas y la vinculación a estructuras delincuenciales y narcotraficantes. Los expedientes están ahí, acumulando condenas, procesos activos, llamados a calificación de servicios, retiros y desvinculaciones sumarias.
De hecho, recientemente alias Otoniel, un narcotraficante a punto de ser diligentemente extraditado, declaró ante la JEP la vinculación de cuestionados políticos y militares como auxiliadores y coparticipes en acciones desreguladas de grupos paramilitares y del Clan del Golfo; Mario Montoya y Leonardo Barrero, entre ellos. Oficiales, Suboficiales y profesionales del nivel ejecutivo aparecen mencionados y sancionados en diferentes procesos judiciales y audiencias de Justicia y Paz, en los que exdirectores de la policía y altos mandos militares han recibido públicos señalamientos y acusaciones.
Sin embargo, más allá de los problemáticos y muy inquietantes vínculos criminales de parte de la oficialidad uniformada, resulta preocupante la incursión militar en asuntos deliberativos de la política nacional. El que se rompa la resolución de silencio en los cuarteles, pero especialmente que en las intervenciones mediáticas de la alta oficialidad se manifiesten opiniones y tomas de postura sobre asuntos incidentes en la política nacional, socava la solidez institucional.
Bajo acuerdos democráticos, resulta determinante que los uniformados en nombre de la nación ni voten ni puedan hacer campaña en los cuarteles para elegir o resultar electos, puesto que ello implicaría un inaceptable y peligroso alinderamiento partidista de quienes, prosélitos en armas, influirían ventajosamente sobre el conjunto de la población.
Cierto es que, a diferencia de los ejércitos en la región, las fuerzas armadas colombianas se han caracterizado por una inveterada práctica no deliberante que, afortunada o no, impidió la emergencia de dictaduras y golpes de estado en el país. Aunque se suele escuchar de ruido de sables por uno u otro asunto de interés nacional, la disciplina castrense ha respetado el sometimiento de las armas al designio constitucional bajo gobiernos en manos de civiles. Incluso por ello ha resultado provechoso que los salarios, primas y bonificaciones militares sean equiparable a otros rangos del nivel ejecutivo y magistraturas judiciales, aunque los beneficios de la alta oficialidad suelen multiplicarse al disponer de fondos de manejo discrecional y otras fuentes de ingreso no siempre declaradas que, en un país desregulado, propicia la ocurrencia de actos delictivos y corruptos.
En el debate que la altisonancia arrogante de Zapateiro ha puesto en el orden del día queda claro que el cuestionamiento a vínculos indecorosos y delincuenciales de algunos de sus oficiales no implica que las agrupaciones militares y de policía deban ser sometidas a escarnio y desprestigio, aceptando que el respeto a las instituciones es un imperativo republicano. Sin embargo, el debate y juzgamiento a tales desafueros tiene que imponerse y ser permitido, si lo que se quiere es contar con una fuerza pública y traslucida, cuyo accionar opere contra toda facción criminal que ponga en riesgo la seguridad de la nación y el querer civilista con el que la ciudadanía cede al Estado el monopolio de las armas.
Colombia merece contar con una institucionalidad uniformada y armada al margen de todo vínculo criminal; conformada por mujeres y hombres que, servidores en armas, se caractericen por ser ejemplo de Arrojo, Justicia, Unión y Abnegación, a tal grado de probidad que el país entero pueda acompañarles en el emblemático grito inaugurado por el, también denunciado, General Alejandro Navas: ¡AJÚA!
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