¿Alguien ha visto la constitución?
8 de julio de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
Al Paro Nacional Indefinido le pasa lo mismo que a la Constitución de 1991: se perdieron; están ahí y han generado efectos, pero ya no se ven ni pesan ni generan convergencias ni alimentan los acuerdos, mientras crecen los desacuerdos. A causa de un gobiernito de cucaña sostenido con terror y babas, mal diseñado y peor ejecutado, hemos pagado con muertes innecesarias la osadía de agitar la calle demandando y exigiendo lo que la Constitución ha prometido: paz, derechos y bienestar.
Sin embargo, considerando su valor, durante los 65 días que lleva el Paro Nacional, las arengas que han ido ganando mayor sentido entre las y los manifestantes apostados en la calle en plano de resistencia, han puesto de presente el desencanto como experiencia común a las diferentes apuestas emergentes y expectativas sectoriales y organizativas. De hecho, el cuestionamiento a la capacidad de representación expresada en el Comité Nacional de Paro refleja la lejanía existente entre la población juvenil, la pluralidad organizativa de la sociedad y el sindicalismo tradicional.
La configuración de ejes articuladores de una agenda nacional que ponga de presente “el acuerdo sobre lo fundamental” está en palotes. Las graves disparidades de los espacios asociativos, organizativos y de confluencia en plataformas desnudaron su desligue de los circuitos reactivos y proactivos juveniles, comunitarios y barriales, tanto como se ha hecho evidente la debilidad de la autoconvocatoria para ajustarse a los ritmos formales de la interlocución y a los protocolos estabilizadores de los procesos movilizatorios en esta tercera década del siglo XXI. Dispersa y desorganizada, la fragilidad e incoherencia de la fuerza social movilizada ha facilitado que los agentes gubernamentales aplacen, con total intención dilatoria, el proceso de negociación social en torno a la garantía y realización de derechos tan elementales que asusta su no obtención, a treinta años de una nueva Constitución que se empeñaría en su cumplimiento.
El agite constitucional precedente a 1991 registra a diferentes actores, colectivos y comunidades activados para lograr el desplazamiento de la ortodoxia jurisprudencial característica en la vieja Corte Suprema de Justicia, rompiendo las fronteras del cabildeo clientelista y el caciquismo corporativo con el que la representación política capturaba la expresión social proscrita en la calle, en reclamo de un nuevo país. Hoy, tras decenas de actos legislativos, decisiones judiciales, leyes y decretos abiertamente contrarios al espíritu constitucional, pareciera que la agitación de la ciudadanía no sólo evidencia inquietud con la reinstalación del corporativismo legislativo y el absolutismo presidencialista, sino la desazón con la total captura estatal por parte de familias clientelares y clanes regionales y nacionales que operan como mercenarios y empresarios rentistas del presupuesto público.
El Ayer y hoy del que ya no es un nuevo escenario constitucional, aparecen vinculados por la emergencia social y la erosión del acuerdo político como sustento del acontecer nacional. Desde el primer artículo de la constitución queda en evidencia el desbarajuste y la desproporción en la que nos encontramos inmersos: Colombia no es un “Estado Social de Derecho”, su organización como “República Unitaria” ha terminado concentrando en la presidencia casi la totalidad de poderes y fueros. La figura de la descentralización no ha producido “autonomía en sus entidades territoriales” y no hemos consolidado una sociedad “democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto por la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran”, tolerando formas de actuación desreguladas, prácticas desinstitucionalizadoras, tradiciones de apropiación del erario, liturgias legislativas y circuitos públicorporativos que socavan “la prevalencia del interés general”.
Si se ahonda en su articulado actual, se aprecian apenas los retazos de la vigorosa prestancia con la que el 4 de julio de 1991 se proclamaba una Carta innovadora que renovaría la política, modernizaría las instituciones, armonizaría la actuación gubernamental, ordenaría la actuación estatal y promovería la tutela, garantía y satisfacción de derechos; dejando en evidencia que, así como hoy se hizo añicos la paz, ayer se empeñaron en hacer añicos la Constitución.
En los treinta años del frustrado constitucionalismo colombiano se acumulan más sinsabores que realizaciones. Si bien es cierto que las Cartas no crean naciones nuevas, no es menos afirmar que las sociedades democráticas apuestan a la vigencia constitucional como soporte de las transformaciones que eleven el potencial de bienestar para las y los connacionales y residentes en un determinado país. Sin demagogia, deberíamos poder encausar la vida política nacional, la legislación pública, la dirección del estado, la ejecución gubernamental y la provisión de justicia con un marco normativo diáfano, que equilibre las diferencias, preserve el interés colectivo y armonice a las instituciones en pro de fortalecer el reparto de beneficios societales urgentes.
Hoy es necesaria una Constitución que reconfigure las formas sociopolíticas en el país, no cabe duda. Sin embargo, en medio de la satanización del adversario, la concentración macroeconómica sobre el bienestar de los acaudalados, la expresión mayoritaria de una fuerza política mafiosa y venal y la mortal disponibilidad de las fuerzas armadas y de policía puestas al servicio del gobierno, resultaría imposible acordar las convenciones del país anhelado; cuyo reclamo dibuja el descontento social y económico contenido durante estos treinta años, y refleja el estallido rebelde de las nuevas generaciones en pleno despliegue de exigencias en el momento, todas ellas de base constitucional.