A la carta: constitucionalismo insubstancial en Colombia
Por: Arleison Arcos Rivas
Treinta años atrás, el 5 de febrero de 1991 y luego de una inusitada movilización popular y juvenil, se logró instalar una asamblea nacional constituyente reclamada como una iniciativa política por un nuevo país en el que todas y todos tuviésemos cabida. De entrada, tal reclamo de inclusión golpeó de frente las pretensiones del pueblo afrodescendiente pues no se aseguraron curules que garantizaran su debida representación en ese escenario; emprendiendo iniciativas de incidencia como el denominado “telegrama negro” que, al final de las discusiones, propició la inclusión del artículo transitorio 55 con el que nació la ley 70.
Los argumentos para defender una reforma profunda a la constitución no sólo apuntaban al anquilosamiento de la misma y a su insuficiencia para entender el rumbo de los nuevos tiempos en un país en el que cada intento de reforma había resultado prácticamente imposible; sino que reflejaban el contenido precario y lastimero con el que el institucionalismo constitucionalista tradicional había impedido la emergencia de nuevas fuerzas políticas condenando a un bipartidismo obtuso a la sociedad colombiana. Tal bipartidismo, de marcada tendencia faccionalista, había incubado fenómenos tan violentos que fueron llevaron a los más de setenta años de la presencia guerrillera que todavía duele en el país, pese al desmonte de la guerrilla más antigua de la región y su entrada al juego civilista como nuevo partido.
Fueron varios los intentos de convocatoria a un plebiscito. “Para fortalecer la democracia participativa, vota por la convocatoria de una Asamblea Constitucional con representación de las fuerzas sociales, políticas y regionales de la Nación, integrada democrática y popularmente para reformar la Constitución Política de Colombia SI NO”, rezaba la última fórmula plebiscitaria que el gobierno de Virgilio Barco intentó someter a plebiscito, desistiendo ante la presión de “los extraditables”. Posteriormente grupos significativos del movimiento estudiantil, algunos de cuyos liderazgos hoy se encuentran en altos cargos públicos y procesos organizativos de la sociedad civil, agitaron la séptima papeleta con la que se demandaba: «Plebiscito por Colombia, voto por una Asamblea Constituyente que reforme la Constitución y determine cambios políticos, sociales y económicos en beneficio del pueblo»; propuesta que fue masivamente apoyada en las urnas.
Luego de un inesperado espaldarazo de la Corte Suprema de Justicia y de un decreto presidencial que estimuló la agitación constituyente, la iniciativa reformadora elevó la algarabía variopinta de jóvenes, mujeres, sectores alternativos, guerrilleros desmovilizados, partidos de izquierda y de las demás denominaciones, exmilitares y activistas de diferentes procesos. Asistíamos, en ese momento, a la reconfiguración del sujeto popular en demanda de un nuevo orden institucional en el que la representación constituyente pudiera recaer sobre distintas fuerzas y corrientes, en un esfuerzo por torcerle el cuello a la política personalista, clientelar y corrupta instalada y alimentada por las familias tradicionales que se turnaban el color rojo o azul en los cargos investidos de poder y en el copamiento de todo el aparato burocrático estatal.
Treinta años después aprendimos, con más dolor y sangre, que las sociedades no cambian porque muten sus constituciones. Peor aún cuando el conjunto de reformas que en estos treinta años se han aplicado, literalmente “a la carta” como en los restaurantes, dibujan muy bien el carácter antojadizo, ramplón, chapucero y personalista con el que se ha porfiado en hacer de Colombia “una nación a pesar de sí misma”, apropiándome del famoso título de Bushnell.
Treinta años después, aprendimos que una constitución no transforma los procesos de racialización e inferiorización que todavía producen subyugación, elevan barreras contra el desarrollo propio o étnico, se levantan coléricos contra el derecho a la tierra y el territorio indígena y afrodescendiente, captura la producción de riqueza en ríos, litorales, serranías y valles.
Treinta años después, aprendimos que los procesos sociopolíticos no se transforman con articulados constitucionales abanderados del estado social y democrático derecho, cuando en la sociedad persisten fuerzas radicales que corren la cerca, arman ejércitos y practican desplazamientos, desarraigos, picamientos de gente, desapariciones, asesinatos y masacres.
Treinta años después, veinte de ellos marcados por el peso desinstitucionalizador del uribato, aprendimos que el neoliberalismo, las políticas de apertura, la privatización de lo público, la desnacionalización de la economía, el recorte de derechos laborales, la vulneración del ingreso básico, el mercadeo de la salud, el recorte al presupuesto educativo, la esclavización tributaria y el sostenimiento de privilegios económicos sobreviven y se afianzan entre gobiernos de derecha que se hacen elegir prometiendo lo contrario.
Treinta años después, junto a la tutela y las históricas sentencias de la Corte Constitucional, la incorporación de las perspectivas diferenciales, de género y de derechos en la planeación pública, aprendimos que subsisten la corrupción en la contratación, los grandes negociados contra el erario, las apropiaciones ilegales, los raponeos de las familias clientelares y clanes, las afectaciones de la minería ilegal, la proliferación del tráfico de estupefacientes en territorios ancestrales, cercenando la realización de derechos, la sostenibilidad ambiental y la garantía de la vida, incluso.
Treinta años después aprendimos que la paz es elusiva, incluso luego de firmarla; mientras nos debatimos entre la vieja guerra y las nuevas guerras, con su fuerza desgarradora y violenta surcando campos y ciudades en los que bandas, grupos armados, estructuras organizadas, clanes de nombres locales y extranjeros y las mismas fuerzas estatales provocan llanto y extienden el dolor de todos los cuerpos y el olor de todas las sangres por toda la geografía nacional.
En fin, para no seguir en estas; treinta años después nos preguntamos para qué fue que, en 1991, con alborozo, nos hicimos a una nueva carta que ya resulta irreconocible, vieja y desgastada.